8/4/16

Esperando a Amelia (Oct.1998)

Qué  agradable resulta la cafetería "Samoa" a primera hora de la tarde. Mientras espero, me entretengo observando las parejas, volcadas sobre las mesas, conversando.

Los de la esquina hace un minuto que han llegado. Él se ha prestado a quitarle el abrigo a ella.  Ella ha sonreído y sus ojos han denotado cierto asombro.  Se han sentado e inmediatamente se les ha acercado el camarero. Da  la impresión de que se han reunido para aclarar su situación, pero tan pronto como él ha pedido un café ruso y un whisky, a ella le ha aflorado la irritación al rostro y ha dejado de sonreírle la mirada. A  su manera, le ha dado a entender que censura  la elección de él. No puedo ver la cara del hombre, pero lo intuyo cariacontecido. El ataque le ha pillado de sorpresa. Ha acudido de buena fe a dialogar y se ha dejado el armamento en casa. Tal vez la demostración de fuerza de ella no sea más que una estrategia, pero creo que no. Me da la sensación de que el furor ha sido espontaneo y que posiblemente el objetivo de la reunión haya sido la de terminar con tan desagradables arrebatos. Un gesto de los hombros de él señala que ya que ha pedido el whisky se lo piensa beber.

Amelia tarda. Me sudan las manos. He tomado un sorbo de café sin azúcar, como propone siempre Amelia, pero soy incapaz de vaciar la taza. Rasgo el sobrecito y vierto la mitad. Vuelvo a probar. Está mejor, pero...

Una figura esbelta ha pasado frente a la puerta de cristal y me ha parecido Amelia, pero no. No son sus cabellos.

M
e gusta tanto pasear con ella y ver cómo sus finos cabellos se despegan de sus hombros y tratan de volar... Ir con ella de la mano me produce una satisfacción que no sé expresar. La amo tanto... Y en esta última semana he pensado tanto en ella... Yo sabía que hoy le diría que la amo. Me impuse esta fecha y ya no cabe aplazamiento. No lo podría soportar y sin embargo no sé cómo explicarle que quiero compartir mi vida con ella. Que carece de interés cualquier asunto que no esté relacionado con ella. Amo tanto sus manos...

Ha entrado una chica con una carpeta universitaria. Entra aire frío del paseo de Gracia.  El café también se ha quedado frío. Y amargo. Amelia. ¿Por qué tarda tanto?

N
o llevo reloj. No importa  la hora, al fin y al cabo yo voy a continuar aquí. Esperando a Amelia.

La joven ha ido a sentarse cerca del cristal que da a la calle y ha desparramado el contenido de su carpeta azul y negra. No debe ser muy miope, porque está limpiando sus gafas, mientras lee el folio que tiene más próximo. Ahora se pone a ordenar los papeles. Se le acerca el camarero. Antes de que él diga "Buenas tardes" ella pide. No la he podido oír, pero creo que dijo: "un cortado". Qué joven es. Me pregunto si alguna vez habrá dicho a alguien te quiero. Si es así, qué palabras habrá empleado.

He tratado esta última semana de componer cuatro o cinco frases suficientemente sólidas, para luego esgrimir otras frases que sé de sobras habrán de ser improvisadas. Y cada oración ha resbalado, se ha roto, se ha muerto y hasta me ha interrumpido mi risa a veces,  por recurrir a  tópicos desgastados.

Levanto el brazo. El camarero me ha visto. Ha guardado en la caja el cobro de un matrimonio sexagenario y ahora acude a mi mesa. No dice nada y yo le digo: "un café, por favor".

La pareja mayor sale a la calle y vuelve a entrar el frio. Él anda algo torpe. Caminan paseo abajo. Tal vez vayan al cine.

El camarero me trae en su bandeja el café. Lo deja sobre la mesa. Esta vez vacío en la taza todo el azúcar y oigo abrirse la puerta...



¡Amelia! Llega en el preciso instante del café dulce y sé que llegará a la mesa, levantará la taza y se la llevará a los labios. Y luego reirá con esa risa natural, que tanto echo de menos cuando no está conmigo. Lleva la chaqueta de piel y la falda plisada. Me sonríe y yo también esbozo una sonrisa, aunque siento calor y también frío, y creo que también miedo y  tristeza. Llega. Amelia. Su cálida mano acaricia la mía, helada. No me besa, pero no me importa. Sé que llegarán sus besos. Nos sentamos. Le diré que la quiero. No sé cómo aún. Probaré con: "Te quiero".

- Amelia, te quiero.

Se ha turbado. Ha bajado la vista. Sus pestañas esconden la mirada de sus ojos verdes. La punta de su nariz apunta el centro de la mesa. Brillan sus suaves mejillas. Llega el camarero. Amelia pide un suizo. El joven da media vuelta y entonces Amelia me mira. Sus ojos, cuajados de ilusionados reflejos, me alcanzan. Y sus labios vuelven a sonreírme. Esta vez con una palabra preparada para escapar  de ellos. Retumba mi pecho y Amelia pronuncia las palabras con las que yo, en la última semana,  he estado luchando.

-
Y yo... y yo también te quiero. Ya no sé imaginarme la vida sin ti... sin tenerte a mi lado. Y
¿Qué importa lo demás? Saldremos adelante. Sí. Yo también te quiero, María.

1/4/16

Piedra, papel y tijeras (1997)



En cierto bosque de Pilindibonia vivía un mago al que todos llamaban mago Mandrágora, porque siempre se servía de esta planta para preparar sus hechizos.

El mago Mandrágora tenía por norma cambiar cada día de aspecto, aunque generalmente adoptaba forma humana pues con ella se encontraba más cómodo para hacer sus conjuros. A veces era rubio, a veces moreno. Los lunes parecía un europeo, los martes un guerrero masai, los miércoles un esquimal, los jueves un indio andino, los viernes un musulmán, los sábados era judío y los domingos era el día sorpresa, pues en la marmita echaba al azar ingredientes de todo tipo.  Un domingo el mago Mandrágora se convirtió en estufa de butano y, al no contar con manos, se las vio y se las deseó para volver a un estado más normal.   

De vez en cuando el mago Mandrágora recibía visitas de personas que le pedían algún favor. Su sabiduría le permitía echarles una mano, pero en ocasiones se mostraba reacio a las peticiones porque el beneficio para unos podía ser el perjuicio para otros. 

Precisamente en uno de estos casos se encontró cuando, un lunes que iba ataviado como un tirolés de los Alpes, recibió la visita del unicornio del bosque.
 
-  Mago Mandrágora -dijo el magnífico unicornio-. Aquí en el bosque todos me respetan y me consideran su rey, pero yo quiero ser también el rey de Pilindibonia.

-  Pero tú sabes que Pilindibonia ya tiene un rey.

-  Sí, pero es blando y sin coraje, y yo podría hacerlo mucho mejor que él.

-  Eso acarrearía enfrentamientos, que más tarde traerían consigo dolor.

-  Yo estoy dispuesto a todo con tal de ser el rey de Pilindibonia.

-  En ese caso, he de ayudarte.


El mago Mandrágora, que vivía en el bosque con el permiso del unicornio, no se atrevió a contrariarlo, así que aceptó ayudarle. Pero como supuso que aquello iba a generar disputas, ideó un plan. 

- Te haré tan poderoso que con tu sola presencia, el rey se rendirá. Pero has de acceder a una condición.

-  ¿Cuál?

-  Tu fortaleza será mayor que la del rey, pero será inferior a la del ogro del pantano.

- ¿El ogro? ¡Bah! No me preocupa ese ogro gandul. Siempre está holgazaneando o entretenido cogiendo peces.

El mago Mandrágora puso en una marmita los ingredientes necesarios para fortalecer al unicornio. Después que hubo bebido el filtro, el unicornio salió al galope, a la conquista de Pilindibonia.

Al cabo de unos días, era jueves, el mago Mandrágora, vestido con un llamativo poncho, un sombrero y con la piel quemada por el sol, recibió otra visita. Se trataba del rey de Pilindibonia. Llegó maltrecho, lleno de arañazos y desarmado.


- Mago Mandrágora, no sé lo que ha pasado, pero el unicornio del bosque se ha transformado en un caudillo implacable y ha tomado el palacio. Me he tenido que rendir, pues no cuento ya ni con un solo soldado, ni dispongo de una sola espada y no me queda ni una gota de energía. Me has de ayudar. 
-  Si lo hago,  el  unicornio sabrá que te he apoyado y me echará del bosque. Te explicaré lo que vamos a hacer. Te daré tanta fuerza que serás capaz de echar del pantano al ogro que reina allí.

-  ¿Al ogro? ¿Y qué pinta el ogro en esta guerra? A mí no me gusta el pantano.

- Verás, tu sola presencia en el pantano hará que el ogro se rinda. Aunque salgas vencedor, no te equivoques; el ogro es poderoso y el unicornio le teme. Aunque ahora no lo entiendas, haz lo que te digo y confía en mí. 
 - Está bien. Haré lo que dices.

El rey se tomó de un trago el bebedizo que le preparó el mago Mandrágora y subió a su corcel para dirigirse a toda prisa hacia el pantano.

Como era de esperar el ogro no tardó en aparecer en la cueva del mago Mandrágora. Era un domingo en el que el mago Mandrágora se había tomado el elixir sorpresa de los días festivos. Y durante horas estuvo desaparecido. No supo en qué se había convertido hasta que cayó la noche y se percató de que se había convertido en luna.   Y aquella noche dos lunas velaron Pilindibonia.

-  ¡Mago Mandrágora! -gritó el ogro en el interior de la cueva-

-  ¡No hace falta que grites! Estoy aquí arriba y aunque no lo creas, puedo escuchar hasta lo que sientes.


El ogro miró al cielo y por algún motivo, se dio cuenta de que era la segunda luna quien le hablaba.   

 -  El rey me ha echado del pantano -informó el ogro-. Tienes que ayudarme.

-   Si el rey ha invadido tu casa, invade tú la suya.

-  ¿El palacio?

-  Justo. Aunque en él se encuentre el unicornio,  no  te ha de preocupar.  Te daré de beber algo que te hará más fuerte que él y con tu sola presencia se rendirá a tus pies. 
 - Pero a mí no me gusta vivir en un palacio. A mí me gusta revolcarme sobre el lodo, comer cañas y peces...

- Aunque ahora no lo entiendas, haz lo que te digo y confía en mí.

Tan pronto como pasó el efecto del elixir y volvió a tierra firme, el mago Mandrágora preparó un combinado gigante para que el ogro, que era diez veces mayor que el mago, lo bebiera.  Luego salió a grandes zancadas de la cueva, a la conquista del palacio.


Durante una semana las avutardas y los ruiseñores le contaron al mago Mandrágora cómo iban las cosas por Pilindibonia.

- Nada más ver al ogro desde el balcón de palacio -explicó la avutarda-, al unicornio le comenzaron a flaquear las patas. Se le erizaron las crines y lanzó un relincho de pánico. Cuando el ogro le gritó que le iba a arrancar su cuerno para hacerse una sopa, el unicornio salió disparado hacia el bosque.
-  ¿Lo habéis visto por estos lugares? -preguntó al mago, un ruiseñor muy educado-   
-  No, no lo he visto aparecer. Debe haberse ocultado.

-  Yo lo que he visto esta mañana ha sido al rey personarse en las puertas de palacio -dijo el ruiseñor-. En cuanto el ogro lo ha columbrado, su semblante se ha tornado amarillo, ha balbuceado que qué quería, y el rey le ha gritado que saliese corriendo de palacio si no quería morir ensartado por su espada, que dicho sea de paso, se había fabricado con cañas del pantano.   -  ¿Eso le ha dicho? ¡Qué coraje! -apuntó la avutarda- 
- Ciertamente, habida cuenta que, hasta hace poco, el rey se había mostrado siempre como un gobernante pusilánime -continuó el ruiseñor-. En fin, que el ogro ha salido a toda prisa a refugiarse en la ciénaga.
- Es decir -resumió el mago Mandrágora-, que el unicornio está en el bosque, el ogro en el pantano y el rey en palacio ¿No es eso?

- Eso es.

- Como debe y debía ser.

El gran Serman (may.2009)


Cuando Germán Sigüenza empezó a hacer sus pinitos como equilibrista, no era más que un revoltoso arrapiezo que corría persiguiendo al gato por el muro que rodeaba la casa. Nunca se cayó ni sufrió daño alguno, y era tan evidente su innata facultad para mantener el equilibrio que sus padres creyeron que aquello no podía deberse sino a una gracia divina.

Al cumplir Germán los quince años llegó al pueblo el Gran Circo Universal. Todo el pueblo sin excepción acudió con regocijo al acontecimiento. Germán disfrutó de la espectacular actuación del hombre bala, de los Hermanos Manfredonia “Los ases del trapecio”, de unos payasos que no daban ni miedo ni pena, sino que eran tan ocurrentes que arrancaban carcajadas. Y, claro está, los ojos de Germán se cuajaron de estrellitas cuando presenció el número de “Max Varga”; el equilibrista húngaro sobre la cuerda floja.  Al término de la actuación, el padre de Germán le preguntó a su emocionado hijo: "¿Te ha gustado?" A lo que el mozalbete respondió: “Lo que hace ese lo hago yo con los ojos cerrados y con un botijo colgado de los huevos”.

Una vez terminada la función Germán supo convencer a sus padres de que no dejaran escapar aquella oportunidad. Que habida cuenta de que era un completo desastre con los estudios y que las oportunidades de abrirse camino en el pueblo eran escasas, debía probar fortuna en el mundo del circo. Germán estaba convencido de que, a pesar de su corta edad, allí sí podría ser alguien, ver mundo, ser rico.

Esa misma tarde el director del circo accedió a hacerle una prueba a Germán. Le invitó a escalar el poste, subir a la cuerda floja y completar el tramo de quince metros con ayuda de la pértiga. Max Varga, contemplaba al imberbe muchacho con autosuficiencia, hasta el momento en que Germán propuso: “De acuerdo, pero lo hago sin red, con los ojos cerrados y con un botijo colgando de los huevos”.

Todos, excepto los padres, rieron hasta las lágrimas. Los padres, que conocían sobradamente las habilidades de Germán, sabían que aquello no era una bravata, pero no lograban acostumbrarse a vivir con el alma en vilo.

Le costó más al mozo encontrar una soga y un botijo que a Germán completar la prueba. Y el zagal lo hizo con tal naturalidad que provocó que aflorara una cólera contenida en el semblante de Max Varga. Esa misma noche el artista húngaro firmó su finiquito y el padre de Germán autorizó a su hijo, bajo contrato por tres años, a trabajar en el Gran Circo Universal.

Germán se convirtió en "El Gran Serman" y durante esos tres años viajó por medio mundo, recogió la admiración del público y se hizo más famoso de lo que jamás llegó a imaginar.

No tenía vicios caros, pero "El Gran Serman" tenía una gran debilidad: los pasteles. Se empicó en sus viajes; que si ahora me zampo unas trencitas fritas en Buenos Aires, que si ahora me ventilo unos pryaniki en Moscú... Consumía diariamente grandes cantidades de magdalenas, sobaos pasiegos, roscos, almendrados, mantecados, empiñonados y todo tipo de repostería fina o a granel, con lo que aquel delgado muchacho que salió una mañana del pueblo, al cabo de seis años se había convertido en un zampabollos con un sobrepeso de veintidós kilos.

Por extraño que parezca, con la obesidad, la habilidad de "El Gran Serman no decreció un ápice"; más bien, al contrario, los espectadores se quedaban perplejos al contemplar cómo aquel ballenato era capaz de bailar, de hacer piruetas y de merendarse, tan campante, un par de pastelitos de chocolate sobre la cuerda floja.

El director del circo sabía que "El Gran Serman" era la estrella y lo cuidaba como a un hijo –un hijo gordo, pero un hijo que era una mina de oro-. Lo sometía a exámenes médicos periódicos y a una tabla de ejercicios gimnásticos bajo la supervisión de Dimitri el acróbata. Aunque no perdía peso, asombrosamente el cardiólogo aseguraba que el corazón de "El Gran Serman" era un órgano incólume y los análisis clínicos presentaban unos registros del todo envidiables. ¿Y el azúcar qué, doctor? Nada, hombre, siga comiendo churros”.



Al cumplir "El Gran Serman"  los 25 años, y llevaba diez en la profesión, se casó en Estambul con Dadna "La Encantadora de Serpientes". Dadna era una valiente chica sevillana de Estepa, por lo que ni el día de la boda ni un solo día en la vida de Germán le faltaron los polvorones.

"El Gran Serman" era un hombre feliz. Se había cumplido su sueño de ser famoso, amaba a Dadna, le reconfortaba el calor y la admiración de su público, y disfrutaba como nadie con la repostería.

Una calurosa noche de verano, en su quinceava temporada en la ciudad de México, "El Gran Serman" se ventiló, antes de su actuación –y como el no quiere la cosa- medio kilo de gaznates. Relamiéndose escaló el poste hasta lo más alto, hizo la ritual reverencia, se deleitó con el redoblar de tambores, y echó a andar por cable de metal al que paradójicamente llamaban “cuerda floja”.



Cuando llegó a la mitad del trayecto, algo extraño ocurrió. "El Gran Serman" no supo qué hacía allí, no supo por qué mantenía los brazos en cruz y no supo ni siquiera recordar su nombre.



Y por no saber, ni siquiera supo caminar. Desorientado se pasó la lengua por los dientes, tragó la saliva azucarada, miró hacia abajo donde no había red y el equilibrista, por primera vez en su vida, perdió el equilibrio.