31/3/16

La caída (mar.2000)



Dedicado a la anciana que se cayó en la calle del Carme, una tarde de marzo.

A mis ochenta y cuatro años se agradecen tanto esos rayos de sol que entran por la ventana...  Qué bien esos rayos... Son una mano que suavemente me acaricia la piel. Con ellos esta habitación de hospital parece incluso alegre. Sin embargo no encuentro nada alegre en el  color blanco de estas cuatro paredes.

Me casé de blanco. Después de mi boda decidí que detestaba este color y por eso lo he evitado siempre que he podido.

Mi matrimonio con Antonio fue una gran equivocación. Celebro que no tuviésemos hijos porque entonces también ellos hubiesen sufrido, aunque en realidad lo verdaderamente digno de ser celebrado hubiese sido que lo hubiese abandonado mucho antes de su muerte. No lo hice... Antes no era como ahora. Las mujeres de mi generación tragábamos con todo. Sentíamos pánico de las habladurías... ¡Qué error...! ¡Qué pena...! No nos dábamos cuenta de que la vida es corta y que ninguna razón justifica el prolongar una relación desgraciada y sin sentido.

Me ruboriza reconocer que a los dos meses de la boda aborrecía a mi marido. Una noche que me sentía especialmente deprimida metí el vestido de novia en una bolsa de basura y me deshice de él. El álbum de fotos corrió la misma suerte. Pero me faltó valor para afrontar la decisión de dejarlo. Lo pospuse durante años... Qué imbécil.

Desde que desperté apenas siento dolores. Deben ser cerca de las cinco. No tardará en venir la enfermera con la merienda y el cargamento de medicinas.

Es primavera. Es primavera y deseo con todas mis fuerzas salir de aquí. En casa apenas tengo ocupaciones, es cierto. Podría seguir tranquilamente entre estas cuatro paredes porque a nadie le hago falta. No tengo a nadie, pero he de salir de aquí cuanto antes porque una muchacha a la que no había visto nunca antes del accidente me necesita. Una desconocida... Tiene gracia. Tal vez no sea una desconocida.

Hoy han venido unas vecinas de la escalera a verme. Me han traído revistas y libros, porque saben que me apasiona leer, pero apenas he dedicado tiempo a la lectura porque desde la caída, en mi cabeza sólo aparece la imagen de aquella muchacha que me auxilió en la calle.

He pensado mucho en aquella estúpida caída y aún ignoro cuál fue la causa. Ni siquiera estoy segura de que resbalara, ni de que alguien me empujara. Sólo recuerdo que acababa de comprarme unos jarroncitos en la tienda de veinte duros de la calle del Carme y que nada más pisar la acera me vi en el suelo. Súbitamente las palmas de mis manos sintieron la humedad de la acera y lo realmente enojoso no fue caerme sino mi incapacidad para levantarme. Me puse nerviosa. Todo esfuerzo resultó inútil. Se me cayeron las gafas. Estaba tan aturdida que ni siquiera me había dado cuenta de que no las llevaba. Fue un momento confuso, extraño.

Oí una voz de hombre que dijo "
¡Aquí están las gafas!". Y noté que se movían espesas sombras de transeúntes que se echaban sobre mí. Escuché murmullos como de abejas y unos brazos que trataron de alzarme. Por desventura aquellos brazos se mostraron tan torpes como mis piernas. En aquel infructuoso intento noté un dolor tan intenso en la pierna izquierda que creí no poder soportarlo. Era como si me hubiesen golpeado con una barra de hierro en mitad del fémur. Grité, tal vez más de una vez, y me entró el pánico porque me di cuenta de que aquella caída había traído consecuencias.

Lloré de dolor y de rabia, porque a mi edad resulta muy penoso sentirse desvalido. En mi angustia quise averiguar si  en el suelo había algo con lo que hubiese podido tropezar, pero mi vista estaba nublada. Reclamé entonces mis gafas e inmediatamente la figura de una mujer se acuclilló frente a mí para deslizarlas sobre mis orejas. Una mano suya acarició mi mejilla y agradecí aquel gesto como el mejor de los remedios.

Entonces vi su rostro iluminado por la luz de la farola. Era una muchacha de unos veintitantos, de media melena, de tez muy blanca y cálida sonrisa. Me preguntó cómo me había caído y en ese primer momento pensé que la conocía. Me era familiar tanto su fisonomía como su voz. Le dije que no lo sabía y le pregunté quién era ella. Había tal jaleo que no sé si me respondió, sólo sé que sonrió, y  que oí la sirena de la ambulancia abriéndose paso entre el murmullo del corro que había a mi alrededor.

Alguien me cubrió  las piernas con una prenda áspera y al cabo de poco rato, en el que sentía que me faltaba el aire, oí la voz del enfermero que me animó a mantener la calma, que todo iba a ir bien. Otra  voz masculina le avisó de que fuese con cuidado, que tenía la pierna rota. No me alarmó la noticia porque ya me lo había imaginado. Unos brazos más hábiles me levantaron del suelo y con suma facilidad me trasladaron a la camilla. La calle se había teñido con destellos anaranjados. Distinguí algunos rostros. En algunos ojos leí compasión.

En el interior de la ambulancia me sentí más protegida, pero, como el vehículo tenías las puertas abiertas, seguí escuchando durante un rato el rumor de los curiosos.

Regresó el dolor y me llegó una voz grave que contaba a alguien que me había mareado. También escuché débiles voces de niños, y otra vez escuché la voz de la muchacha que me había puesto las gafas. "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...".

Aquella frase, que me llegó nítida,  me resultaba tan familiar... y luego escuché la voz airada de él y lo entendí todo. "
¡Eres tú que te entretienes!". 

Me incorporé como pude para ver la cara del hombre, porque tenía un presentimiento, pero el enfermero ya estaba cerrando la puerta y me dijo que volviera a acostarme.  Le dije que por favor esperase, que tenía que ver a la muchacha y al hombre que estaba con ella. El enfermero debió suponer que eran mis familiares. Abrió la portezuela y... allí estaba la chica y estaba él.
"¿Van a subir?" apremió el enfermero. El hombre dijo que no y se rió sin sustancia. Y resulta paradójico que reconociera a mi marido por su sardónica risa. Él que casi nunca reía.

No puedo comprender qué hacía Antonio allí, con el aspecto de hace cincuenta años. Y qué hacía yo allí, a su lado, con mi aspecto de hace cincuenta años. No comprendo por qué me encontré con esos dos desconocidos, que éramos Antonio y yo misma. Pero lo único que sé es que he de buscar a esa muchacha y contarle... anunciarle lo que se le espera.
  
Al día siguiente de la operación, empecé la búsqueda de la chica que me auxilió el día de la caída. Y la busqué con la única herramienta de que disponía en la habitacion; el teléfono. Llamé a Mayca, una buena mujer a la que hace muchos años confié un duplicado de las llaves de casa, y le pedí que me trajera del armario un viejo álbum de fotos de lomo encarnado.

Seguramente pensó que era una solicitud extraña, pero no me hizo preguntas. Al día siguiente Mayca me vino a ver, asiendo una bolsa que contenía el álbum. Aquel álbum recogía fotos previas a mi boda. Arranqué una foto mía y se la di a mi vecina. Le dije que buscara a aquella chica, que era muy importante dar con ella y por supuesto me cuidé mucho de decirle que aquella mujer  era yo misma. Me hubiese tomado por demente. Con un gesto de perplejidad me preguntó que cómo iba a encontrar una mujer joven con una foto que se veía claramente que era antigua. Improvisé una mentira que creo que se tragó; la de la foto era la abuela de la chica que me había auxiliado. Y ambos rostros eran como dos gotas de agua.


Pensé que si realmente aquella chica era yo misma poco antes de la boda, tenía que vivir con mis  padres; en el once de la calle Elisabets.

Escribí una breve carta diciéndole a la  muchacha que tenía que contarle algo de vital importancia, y que tuviera la bondad de llamarme por teléfono o que viniese al hospital, ya que yo aún tenía para unos cuantos días de estar allí.

Metí la carta en un sobre y dudé al escribir las señas del destinatario. Naturalmente escribí Carmen Fábregas; mi nombre.  Luego pedí una guía telefónica de calles y busqué el once de Elisabets, pero todos los nombres que aparecían me resultaban desconocidos. Mi cabeza hervía en un mar de confusión. En la época en la que yo vivía con mis padres no teníamos teléfono.

Constantemente venía a mi cabeza la frase de aquella muchacha; "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...". Y sabía que se refería al convite de boda. Conocía el restaurante. Llamé por teléfono y pregunté si se había hecho alguna reserva a nombre de Antonio Vega, mi marido, o de Carmen Fábregas. Me dijeron que no.

Durante aquellos tediosos días hice un montón de llamadas y escribí algunas cartas más.  Vinieron  más vecinas a verme y todas ellas se llevaron alguna foto. Desgraciadamente ninguna de ellas me dio la noticia que yo esperaba.

Estuve en el hospital casi un mes. Me devolvieron a casa en otra ambulancia blanca y me asignaron una enfermera, Sandra, con la que compartiría buena parte del día y con la que haría mis ejercicios de recuperación. Sandra estuvo conmigo seis semanas. Me acostumbré pronto a moverme por casa con la muleta. Al principio no me dejaban salir a la calle, pero luego empecé a dar cortos paseos con Sandra.

Un día Sandra accedió a acompañarme al piso de la calle Elisabets. Afortunadamente era el entresuelo y sólo tuve que subir unos pocos escalones. Llamé a la puerta y yo, que en esta vida las he visto de todos los colores, tuve un miedo atroz. Sentí pánico a lo desconocido y antes de que alguien abriera la puerta empecé a bajar las escaleras. Antes de completar el tramo,  la puerta se abrió con el ruido de los goznes que jamás fueron engrasados. Me giré y distinguí un hombre joven, muy delgado y pálido... con el cabello muy largo y un aro plateado en una aleta de la nariz. Un perfecto desconocido. Me preguntó algo en un idioma que no entendí y le dije que perdonase, que me había equivocado.

Habían transcurrido once semanas desde la caída. Había perdido la esperanza de localizar a aquella muchacha y me sentía muy deprimida. Me daba cuenta de que no había podido avisarla  de que su matrimonio estaba condenado al fracaso. Me consolaba pensando que si hubiese tenido la oportunidad de contarle mi vida, probablemente ella hubiese creído que era una vieja inoportuna a la que le faltaba el juicio.

Pensé en consultar a un parapsicólogo, a alguien con experiencia en fenómenos paranormales. Pero... tengo ochenta y cuatro años, vivo sola y quiero seguir así, de modo que no me interesa para nada que haya quien piense que estoy como para que me encierren. 

Tengo la gran suerte de vivir desde hace muchos años en frente de la Biblioteca Nacional de Catalunya. La he visitado en infinidad de ocasiones. Al principio para estudiar temas relacionados con mi profesión de maestra de literatura y después de la jubilación, por el simple placer de leer un buen libro.

Ayer decidí coger la muleta y llegarme sola hasta allí. El conserje  me conoce. Me dijo que hacía mucho que no iba por la biblioteca y le conté lo sucedido. Luego pensé que nosotros, los de nuestra edad, a veces no nos damos cuenta de que contamos a los demás cosas que a ellos no les interesan. Bueno, paso muchas horas sola, así que si tengo ocasión de cotorrear un poco aprovecho la ocasión.

Pasito a pasito recorrí el largo y xiloideo pasillo hasta los cajones temáticos. Busqué en parasicología. Encontré una ficha cuyo título me cautivó y decidí solicitarlo. Rellené el impreso y al cabo de veinticinco minutos tenía el ejemplar en mis manos. Me senté en uno de los bancos, estuve leyendo durante más de tres horas y luego devolví el libro.

Salí de la biblioteca cuando estaban a punto de cerrar. Regresé a casa. Había leído muchas cosas interesantes y otras no tanto, pero mediante aquellas páginas había descubierto que yo había experimentado un desfase temporal. Que en mi vida, como si fuese una cuerda, se había hecho un nudo en el que pasado y presente se habían encontrado. Ese nudo rara vez dura más de cinco segundos. A todo el mundo le pasa, pero la mayoría de las veces no somos conscientes de ello. Puede que uno vaya por la calle y se cruce con su pasado montado en un taxi, puede que uno suba en ascensor y su pasado baje por las escaleras... Pero ¿
Y si le hubiese agarrado muy fuerte la mano cuando me acarició la mejilla?...


A mi edad, cuantos menos enigmas mucho mejor. Una ya empieza a pensar con asiduidad en el Gran Enigma, en lo qué viene después de la muerte, y con ese misterio ya tengo suficiente. Por eso, por liberarme de lucubraciones, estoy agradecida a Alí.

Alí es el chico de la abacería de enfrente de mi casa. Es un chico muy amable, pero le compro rara vez porque sus productos suelen ser algo más caros que en el súper.  Esta mañana no tuve más remedio que comprar un cartón de leche y él me preguntó por mi salud. Le dije que me encontraba más animada y él me dijo que me vio caída en la calle y que fue una suerte que mis gafas no se hubieran roto. Quemando el último cartucho le pregunté si sabía quién era la muchacha que me puso las gafas. Y él, con una blanca sonrisa me respondió; "Señora Carmen, las gafas se las puse yo mismo".

Fue algo inesperado, pero que me causó bienestar. Aunque sea una persona mayor, quiero seguir aprendiendo para poder comprender. Aunque me asalten a veces situaciones que, por más que intente, jamás podré entender.

Masacre en la calle Sangre



El equipo de "Proyectos Estupendos", de la productora cinematográfica Cinexia Inc., llevaba tiempo buscando una buena historia de terror que llevar a las pantallas. Durante meses había descartado cientos de guiones que no hacían sino recurrir a los tópicos de siempre; Dráculas, Hombres Lobo e Inspectores de Hacienda. Hasta que aquel 9 de Enero el jefe de "Proyectos" le hizo llegar al director de la Compañía un guión original que había enviado a la Cinexia el escritor José Martínez en 1975 y que llevaba por título "La Señora Ramírez lava con Perlán". 

El impacto que causó la historia en Cinexia fue tan sonado que de inmediato enviaron a un negociador a ver a Martínez para comprarle los derechos. El hombre no sabía de qué le estaban hablando, porque contaba ya con 96 años, pero estampó veintisiete firmas en un contrato que no leyó, a cambio de un cheque por 30.000 €.

El presidente de Cinexia, Acisclo Recausárez Mantagal,  embriagado por la originalidad del proyecto,  decidió rodar él mismo la película.

Lo primero que Recausárez hizo fue cambiarle el título. La película se llamaría "Masacre en la calle Sangre". Una segunda lectura del guión le condujo a la supresión definitiva de varias escenas, como aquella en la que la Sra.Ramírez estaba tendiendo la ropa y llegaba por detrás Ramón "el del morcillón", con el arma desenvainada.

Después de numerosos cambios, de las 150 páginas sólo quedaron treinta incólumes, por lo que Recausárez se dedicó a escribir unas cuantas escenas más, a cual más sanguinolenta, a fin de completar el largometraje.

Hubo que ampliar el elenco de personajes. Recausárez se inventó un monstruo llamado Alfredo, con bigote y estrecho de hombros, cuya particularidad era morder la cabeza de todo aquel -señora o caballero- cuya indumentaria oliera a determinado suavizante. Los personajes de Alfredo y de Ramón "el del morcillón" podían considerarse los dos villanos de la historia.

Como Recausárez conocía muy bien a Amenábar, le llamó para pedirle opinión sobre qué actor daría la talla para el papel de Alfredo. Y como Amenábar conocía muy bien a Recausárez, se cuidó muy mucho de descolgar el teléfono -¡que gran invento el del identificador de llamada!-.

Recausárez ofreció el papel a un amigo suyo, bastante monstruoso -tenía cierta semejanza al actor Jesús Guzmán (el cartero de la antigua serie "Crónicas de un pueblo")-, que había actuado en teatro de aficionados. Éste tuvo que rechazar la oferta porque se había apuntado al Campeonato de Petanca del Clot, pero dijo: "Hombre, Acisclo, tratándose como se trata de un personaje que no dice una sola palabra y que es un monstruo que no para de morder, vamos, digo yo que podrías tener a bien ofrecer el papel a Mordedor, mi perro".  Acisclo Recausárez aceptó. Se llevó al perro con bozal y correa, y un saco de pienso para tres semanas.

Recausárez trató de contratar para los papeles secundarios a Robert Englund (que haría el papel del policía Manolín) y a Kathy Bates (para el papel de Sra.Ramírez), pero ambos dijeron se excusaron con que tenian otros compromisos. De modo que hubo que recurrir al veterano actor asturiano Roberto Engrudo y a la voluminosa actriz Catalina Bates. Ambos firmaron el contrato a cambio de comida caliente, postre y -en el caso de Catalina- un puro.

Para el papel protagonista, el de Ramón "el del morcillón", Recausárez se guardaba una sorpresa. Los colaboradores de Cinexia estaban intrigados. ¿Quién interpretaría el papel de Ramón "el del morcillón"? ¿Sería Harry Sonford? ¿Sería Jacknie Colsson? ¿Sería José Carabia? No. El papel, que no tardaría ni dos segundos en ser aceptado, fue ofrecido al famoso Juanito "El cafre". Delincuente célebre por los asesinatos del Paseo Curtidores, por la matanza del 5 de Junio y por la masacre del Hotel Napolitano. Libre por buen comportamiento. Juanito "El cafre",  más conocido como "el asesino de la Ribera de Curtidores", el de la matanza del 5 del Junio o el de la escabechina del Hotel Napolitano, obtenía así una oportunidad para su reinserción.

Como Juanito no daba la talla en las escenas no violentas, hubo que efectuar nuevos reajustes en el guión. Así pues la escena en la que Juanito pulsaba el timbre de la puerta de la Sra.Ramírez, se cambió por la de Juanito derribando la puerta con la ayuda de un contenedor de basuras. Y la escena en la que Juanito explicaba a Alfredo, el perro-monstruo, el plan para sembrar el terror en el inmueble de la calle Sangre, hubo que sustituirlo por una riña entre ambos personajes, en los que quien llevó la peor parte fue el perro porque Juanito aprovechó de que nadie le había quitado el bozal al can. Al término de la zalagarda, Recausárez manifestó entusiasmado: "¡Qué a nadie se le ocurra curar a esos dos... Seguid filmando... ¡Cuán terroríficos parecen ambos ahora!".

El rodaje de "Masacre en la calle Sangre" resultó más espantoso que el de "Cleopatra" para Leo Mankiewicz. El primer percance ocurrió cuando Recausárez le dijo a Juanito: "Ahora vas y la matas", señalando a una Sra.Ramírez bastante asustada. Y a Juanito, ebrio de violencia como estaba, le faltó tiempo para asestarle a la mujer setenta y dos puñaladas antes de que diecisiete miembros del equipo pudiesen reducir a "El cafre".

Todo el mundo agradeció al cielo que el arma empleada por Juanito contra la actriz Catalina Bates, fuese de goma. Claro que los moratones que cubrieron el cuerpo de la actriz impidieron que pudiese continuar el rodaje. 

El segundo incidente se produjo cuando el personaje del policía, interpretado magistralmente por Roberto Engrudo, se suponía que debía entrar en la guarida del asesino  para detenerlo. Tan pronto cruzó el umbral, Juanito le saltó a la cara y empezó a propinarle  puñetazos, exclamando "¡A quién vas a detener tú! ¿Eh? ¡A quién vas a detener!". Nuevamente los diecisiete miembros del equipo tuvieron que emplearse a fondo para desenganchar a Juanito del maltrecho cuerpo del actor aficionado.

El equipo de rodaje estaba un poco harto del protagonista, y se conoce que algún comentario tuvo que llegar a oídos de "El cafre" porque en cuanto encontró un poco de tiempo libre, ató de pies y manos a los cuatro ayudantes más críticos y los colgó de un pozo, amordazados y con un escupitajo en la cara. 

Recausárez y el resto del equipo dedicaron un día entero a buscarlos, sin éxito. Como se sabía de antemano que el guión original habría que completarlo con escenas improvisadas, los cámaras tenían carta blanca para filmar cualquier cosa que pudiese causar horror.  Benítez filmó una gárgola negra de amenazadora dentadura, Molinero captó una imagen en la que a un señor le brillaron los ojos y sonrió ante una foto de Franco, y Soriano filmó el cuaderno de notas de su hijo. Eso sí que daba pánico.  Ante el desbarajuste del rodaje, Recausárez animó a su equipo: "No os preocupéis, ya lo arreglaremos todo en Montaje".

Los cuatro ayudantes fueron encontrados, húmedos y en bastante mal estado, pero vivos. El perro fue devuelto al amigo de Recausárez y Juanito "El cafre" fue devuelto a la Prisión Modelo de Barcelona, no porque nadie osara denunciarlo por agresión, sino porque le fueron encontrados en su gabardina cinco kilos de heroína adulterada. Uno de los ayudantes de rodaje manifestaría "¿Que han encontrado un paquete de plástico a rayas grises y azules, con 5,31 Kg de heroina adulterada con sal común y ajo, en el bolsillo izquierdo de la gabardina ocre marca Garibaldi talla 52 de Juanito? Vaaaaaya, pues sí que me sabe mal... ".

Y de la sección de "Montaje" la película pasó a la de "Milagros". Se pegaron unas tomas aquí, otras tomas allá, se incluyeron unas imágenes en blanco y negro facilitadas por un videoaficionado que sólo filmaba arañas. Se dieron unos retoques con el ordenador, claro que, el retoque se limitó a unas letras en rojo que ponía "FIN", y que fue a lo más que fue capaz el único empleado del departamento informático; Demetrio Aceitúnez  (diploma de Lenguaje Basic en Academia Tony en 1984).

La película se estrenó y tuvo mucho éxito porque, pese a carecer del más mínimo argumento, las improvisadas y numerosas escenas filmadas por los cámaras con las zapatiestas de Juanito "El cafre" hicieron las delicias de los espectadores. A la salida del cine, un señor que llevaba un pin de Sylvester Stallone, manifestaba: "Do mejod que he vidto en adños". Su pésima pronunciación se debía a que, vergonzosamente,  se le caía la baba.



30/3/16

La laguna de Orco



Relato prublicado en Proyecto Ariadna, sobre el tema "Armilla, . Los oficios del agua”

Como buen alguacil me paso el día en el Palacio de Justicia de Armilla y la noche en la Laguna de Orco. Por las mañanas mi trabajo consiste en mantener el orden en la Audiencia y, si se da el caso de que el juez firma una orden de detención, entonces yo me encargo de ejecutarla.

Conozco los bajos fondos. Procedo del arrabal; del Barrio de la Laguna. Crecí entre zaragatas, al lado de gente abyecta a la que he llevado con placer a la cárcel. Los bergantes me odian porque conozco todos sus trucos y escondites. En cuanto me ven aparecer, con mis cuatro brazos y mis cuatro piernas, salen zumbando como conejo en canódromo.

Desde hace tiempo nadie se deja caer por la Cueva del  Rizo porque durante una razzia yo solito trinqué a veintisiete malhechores que aún hoy están en la trena. Nadie en Armilla habla de la Cueva del Rizo porque dicen que trae mala suerte.

Me gusta la acción. La Audiencia es aburrida porque, como me conocen, los asistentes no dicen ni mu y todo transcurre con normalidad.  Prefiero las jornadas en las que se me encomienda quitar de la circulación a algún tunante. Se me considera un funcionario eficiente y a mí me motiva que Armilla sea un lugar tranquilo y saludable.

El alcaide de la prisión y yo somos amigos, y solemos jugar los domingos por la mañana al tute. Nunca hago trampas, pero sé que desconfía de mis cuatro manos. El alcaide bromea y me dice que por mi culpa va a tener que hacer obras de ampliación en la penitenciaría, y que yo voy a tener que correr con los gastos.

En cuanto cae la tarde, cojo el destartalado coche de línea que parte de la Plaza Mayor de Armilla, y me voy a la Laguna de Orco. Como cada día.

En la laguna el agua no es potable. Hay un centenar de letreros que prohiben terminantemente beber. Nadie en su sano juicio lo haría. Saben que no es leyenda lo que se cuenta de que quien bebe de la laguna se transforma en un alguacil de agua, es decir; en una araña que se alimenta de moscas, y que jamás siente necesidad de dormir.

Yo ya estoy hechizado. Bebí cuando era un crío, cuando aún nadie me había advertido, ni tenía yo edad aún para saber leer letreros.

No me quejo. Todo el mundo en Armilla conoce mi situación y ser araña no es tan malo. A todo se acostumbra uno. Ya no recuerdo lo que se siente cuando a uno le vence el sueño.  

Cuando llego a la Laguna de Orco, me desnudo y dejo mi uniforme doblado en el interior de un edículo que los pastores utilizan como refugio. Nadie me roba, por supuesto; en Armilla todos nos conocemos y saben que yo soy el alguacil y no me ando con chiquitas; que con el doble de brazos, pego doble.

Me gusta sentir la humedad del barro en mis pies descalzos. Me interno en el cañaveral y noto un inmediato bienestar cuando empiezo a sumergir mi cuerpo ceniciento, que se confunde a esa hora con el color de las aguas. Busco el nenúfar más cercano y buceo hasta él. ¡Qué placer sentir el agua resbalando por mi velluda anatomía!

Cuando alcanzo la blanca ninfea, mi tamaño se ha reducido hasta el punto de tener que trepar a la flor con  mis ágiles ocho patas. Aguardo inmóvil a que el aire lacustre me seque. Contemplo cómo se oscurece el agua. Me pregunto qué propiedades, qué magia contiene, para lograr mi extraordinaria metamorfosis.

El agua corriente que llega a la ciudad  procede del río Raudal, del norte; donde predominan los huertos, las granjas y los bosques. Yo voy poco por allí. Mi dependencia de la laguna no me permite excursiones muy largas.

Siempre llega alguna mosca. Sobrevuela la flor con su indeciso aleteo y se posa con timidez sobre la blanca flor. Las moscas son seres tremendamente ingenuos. Salto sobre ella y... ¡Ya está!  Dispongo de unas extremidades potentes que me permiten brincar sobre mis presas. A las moscas debo atacarlas de frente porque siempre vuelan hacia adelante. De ese modo no escapan.

Sé que también yo puedo caer presa de mis depredadores, o incluso de alguna hembra, que me supera en tamaño y además suele ejecutar al macho después de la cópula, pero he aprendido a convivir con el peligro.

Es más duro soportar, a veces, la soledad.  Mi actividad sexual, lo mismo como araña que como humano, es igual de que la un pato de goma. Yo huyo de las arañas y las mujeres huyen de mí. Sienten rechazo por mi aspecto. Aún sin tocarlas, algunas me han acabado llamando pulpo.

Antes que empiece a clarear en la laguna, monto en una hoja y me impulso con las patas hacia la orilla. Luego salto de caña en caña hasta llegar a tierra firme. Será cuestión de poco tiempo el que mi cuerpo aumente de tamaño y abandone mi apariencia arácnida. De no ser por mi piel plomiza, y por los dos pares de brazos y piernas que obligan a la confección de un uniforme exclusivo, cualquiera en Armilla creería que soy un humano más.

Bendigo el agua de la Laguna de Orco que me hace una criatura única en el mundo, sin embargo... qué felices parecen los novios en el parque los sábados por la tarde.

24/3/16

Su propia jaula (Feb.1999)

A Sara le sabía el café con leche, lo mismo que si estuviera tomando una taza de serrín. Era incapaz de probar bocado. Desde la noticia, sus dientes sudaban vinagre y se le erizaba la piel cada vez que abandonaba el comedor para entrar en otra habitación. 

Esa noche estaba frente al televisor, castigada a sus pensamientos, sin importarle a cuántos forajidos se había cargado ya Clint Eastwood. De vez en cuando cambiaba de canal, pero en la mitad de las cadenas daban anuncios y en la otra mitad noticias.

Y no quería oír hablar de más muertes durante unos días.

Trataba de mantener su cabeza a salvo del miedo. Intentaba pensar en la lista de la compra, en llamar a sus padres, en que mañana sería día veinte y que, con las declaraciones del IVA iba a haber mucho ajetreo en el banco...

El revólver de Eastwood volvió a echar humo, y a Sara le regresó a la mente de forma inevitable el rostro y las palabrasde la señora Conchita.

"¿No te has enterado, hija? Han asesinado a la profesora de baile del entresuelo segunda!".

Sara encajó la noticia sintiendo la brutalidad que despedía cada vocablo y comprobó en  los ojos turbios de la vecina la magnitud de la tragedia. En aquel momento Sara sintió un escalofrío, un estremecimiento que le metió bajo la piel una serpiente de hielo. Incluso hubiera jurado que, mientras conversaban de pie en el umbral, un cuerpo frío e invisible,  había rozado su hombro y se había colado en el recibidor. Fue una sensación muy extraña y desde entonces se sentía intrusa en su propia casa, sobre todo cuando el silencio parecía no caber entre las cuatro paredes del comedor.

Le sorprendió el final de la película y volvió a cambiar de canal. Un apuesto locutor daba las últimas noticias. No quería escucharlo. ¿O sí quería?. El caso es que intuyó que se referiría al asesinato de Mercè Reig y aguardó.

No se equivocó. El informador desapareció de pantalla y una voz en off narró los hechos con la imagen de las fotos de la muchacha.

Sara siempre había sentido aversión por los retratos de difuntos. Con sus ojos, sus colores, sus sonrisas perdidas.


"A primera hora de esta mañana se encontró, en su domicilio de la calle Barra de Ferro,  el cadáver de la joven de veintiséis años Mercè Reig, cuyo cuerpo presentaba doce heridas de arma blanca.  La mujer fue encontrada por su novio que..."

Apagó el viejo televisor. Entró en el lavabo, abrió el grifo y agradeció el agradable sonido del agua. Se descubrió en el espejo y advirtió sus ojeras y su alarmante palidez.  Pensó que, para ir a trabajar a la mañana siguiente, el maquillaje iba a resultar un buen aliado.

Comenzaba a notar sacudidas en la cabeza. Se tomó un tranquilizante en la gélida cocina.

Su habitación era la mismísima Antártida. Se desnudó y, con un suave masaje, se aplicó tantum en un hematoma que le había salido en el muslo.

Eran las 23,28 cuando se metió en la cama. Tres cuartos de hora después seguía con los ojos como platos. Decidió escuchar algo de música relajante, así que conectó la  radio e inesperadamente la asaltó un estridente rap a todo volumen. Su desbocado corazón arrancó a galopar embravecido y Sara sintió que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro.


Apagó de un porrazo el aparato.  Se tomó otro somnífero con agua y, sin muchas esperanzas, trató de conciliar el sueño.

Vio venir un hombre vestido de negro con una bandera. Él se iba aproximando con timidez, mientras ella permanecía inmóvil. El hombre se fue acercando hasta que el borde de la bandera comenzó a rozarle la cara. Sara descubrió el rostro cuajado de arrugas del anciano y su sonrisa rala, que era una mueca negra. Quiso correr, pero no pudo. No tenía piernas. El viejo comenzó a agitar el estandarte con sus escasas fuerzas, a la vez que lloraba de forma inconsolable. Ella sudaba y sentía que a cada banderazo le faltaba la respiración. En un impulso feroz la bandera golpeó su cara tan fuerte que la arrojó a un precipicio que nacía a sus pies.

Despertó con un grito ahogado, poco antes de estrellarse.
Notó su cuerpo empapado bajo las sábanas y su cabeza parecía albergar una competición de martillazos. Eran las tres y diez de la madrugada y ya no habría forma de volverse a dormir.

Cuando aún no entraba luz en la habitación, un timbrazo resonó en toda la casa. Siempre quiso instalar un timbre de esos que tocan cancioncillas, pero nunca se acordaba de comprar uno. De hoy no iba a pasar.

Miró la hora. Faltaban cinco minutos para las siete, hora en que sonaba cinco días por semana el despertador.

Se levantó y echó un vistazo por la mirilla de la puerta. Era la señora Conchita. Abrió.

- Buenos días, hija. ¿Estabas levantada? Sí, ¿verdad?  Oye, que ya han cogido al que mató a la vecina.
‑ ¿Qué?
‑ La Filo... me dijo que lo habían pillado. En un bar de la calle Argentería. Se ve que era un drogadicto con el síndrome de abstinencia.
- ¡Vaya!. Pero ¿Por qué? ¿Por qué la mató?
- No se sabe, hija.

Sara pensó que la marra de información de la señora Conchita no iba a impedir que divulgara la noticia por doquier, hasta que todo el vecindario acabara por aburrir el tema.

Se sintió aliviada por la eficacia policial, pero seguía sintiendo náuseas cada vez que pensaba en Mercè Reig.

Cuando Sara salió a la calle reparó en que, de un momento a otro, se iba a poner a llover. El cielo estaba cubierto con una nube tan negra que parecía no haber amanecido. Como no llevaba paraguas regresó al portal, subió al ascensor y luego fue a meter  la llave en la cerradura de casa. Abrió. Antes de dar un paso escuchó, claramente detrás de la puerta una risa corta y asmática. El pánico cayó sobre ella como una alimaña. Cerró de golpe. Bajó las escaleras tan deprisa como pudo hasta el primer piso y llamó a la tercera puerta.

- ¿Quién...?
- Soy Sara ¿Me puedes abrir?     
- ¡Sara!. Hola guapa. ¿Pasa algo?

El inquilino del primero tercera era un joven, soltero y algo tarambana que combinaba sus reportajes fotográficos, con su afición desmedida a escribir obras de teatro. A Sara le caía bien porque las veces que habían hablado había demostrado tener sentido del  humor. Le  recordaba a Eduard, su novio. O debería decir, ex-novio.

- Tienes que hacerme un favor. He subido a casa a buscar el paraguas y... bueno, tengo la sensación de que hay alguien allí...
No me atrevo a entrar sola.

Subieron los dos. A él le gustó que una chica le diese la oportunidad de demostrar su determinación y valentía.

Sara esperó en el rellano y  él inspeccionó cada una de las habitaciones. El cuarto de baño: vacío. La cocina: vacía. El dormitorio: vacío y con la cama sin hacer. Echó un vistazo en el armario ropero. Luego dijo para tranquilizarla: "Nada. Todo está vacío. Bueno, todo no, el frigorífico está bien provisto". Ella sonrió y entró a coger el paraguas, regalo del banco.

- Te invitaría a un café, pero es que ya voy con retraso ‑dijo Sara‑
- Claro ¿Tal vez esta noche...?
- Lo siento, pero no estoy de humor. Quizás en otra ocasión. 

La lluvia, el viaje en metro, todo  le causaba desazón. Como había supuesto, la jornada laboral se había hecho interminable. Y además había tenido que soportar la vergüenza de que el director le llamase la atención por perder los nervios ante la larga y enojada cola de clientes a los que les importaba un comino que los ordenadores se hubiesen quedado colgados. Trató de enterrar ese mal rato caminando unos minutos a la deriva, agradeciendo que el aire refrescase sus mejillas. Lo malo era que volvía a tener la sensación de que un cinturón de acero le presionaba el cerebro.

A la salida del metro de Jaume I compró el periódico y más adelante algo de fruta. 

Al llegar al portal de casa, pensó en pedirle de nuevo al chico del primero tercera que inspeccionase la casa, pero desechó la idea. Probablemente aquella risa arrancada a la disnea había sido cosa de su imaginación y además, tarde o temprano tendría que entrar sola. Así que se armó de valor y subió al ascensor, para evitar pasar por el entresuelo del crimen.

Abrió la puerta de casa. No escuchó ningún ruido sospechoso;  ni risas, ni jadeos, ni el sordo silencio de cuando alguien oculto está observando.

Una vez hubo registrado cada rincón de la casa, cerró la puerta y las ventanas a cal y canto. Se sintió más tranquila. El reloj de cuco marcó las seis de la tarde y decidió llamar a sus padres. En ese preciso instante el teléfono sonó. Su agudo sonido le recordó que una vez más, había olvidado comprar el timbre para la puerta.

- ¿Sí?
- ¿Es vd. Sara Calero?
- Sí, soy yo. ¿Quién...?

La comunicación se cortó. Era una voz de hombre. Una voz común, más bien grave e impersonal. ¿Por qué había colgado? ¿Quién era aquel sujeto? ¿Qué quería? Tal vez sólo se tratara de un gracioso, aunque a Sara no le había hecho ninguna gracia. Luego pensó que quizás el desconocido sólo quería saber si ella estaba en casa, pero en ese caso parecía innecesaria cualquier pregunta. Comenzaba a sumergirse en los más sórdidos pensamientos cuando el teléfono volvió a sonar.

- Dígame.
- ¿Es vd. Sara Calero? ‑dijo la misma voz de antes‑
- ¿Quién es vd? ¿Qué quiere?

Hubo un segundo en el que Sara creyó que el hombre iba a colgar de nuevo y entonces no podría por más que ponerse histérica. Por suerte, el hombre habló.

- Antes se cortó la línea. Soy el teniente de policía Alfonso Pacheco. Querría formularle algunas preguntas sobre el asesinato de Mercedes Reig.

- Bien...
- ¿La conocía vd. mucho?
- No, realmente habíamos hablado poco, aunque durante unas semanas mi novio y yo estuvimos yendo  a  clases de bailes de salón, donde ella era profesora.
- ¿Qué clase de mujer era? ¿Era sociable?
- No sé... Creo que sí. Parecía ser una persona extrovertida...
- Exceptuando al chico con el que salía ¿La había visto en compañía de alguien últimamente?
- No, la verdad.     
- ¿Está segura? Trate de hacer memoria. Tal vez se cruzó con ella...
- Lo recordaría, creo. No. Estoy segura de no haberla visto con nadie.     
- ¿Recuerda haber visto a algún desconocido en la escalera en los últimos días?
- Bueno, en el primer piso hay una gestoría, así que con frecuencia me cruzo con personas que no conozco.
- Naturalmente, no tendrá ni idea de quién y por qué asesinaron a Mercedes Reig ¿verdad?
- No. Lo siento; ya le dije que apenas la conocía.
- Bueno, no la molesto más. Le agradecería que tomase nota del teléfono de mi despacho. Le ruego que si le viene a la memoria algún detalle, por insignificante que le parezca,  nos llame sin dilación.
- De acuerdo ¿Su nombre, me dijo...?
- Teniente Pacheco.

Anotó el nombre y el número de teléfono, y lo dejó sobre la mesita. No comprendía por qué la policía seguía investigado el caso si, como había dicho la señora Conchita, habían atrapado al asesino.

Sara llamó por teléfono a sus padres, y estuvieron hablando un buen rato. Su madre preguntó si Eduard y ella habían hecho las paces. Sara zanjó la cuestión con un "no" y no pudo evitar  mostrarse irritable cuando su madre le dijo que se había enterado por la tele del caso de la muchacha asesinada. Luego rehusó cenar y se tumbó en el sofá, alternando la tele con la lectura del periódico. Las noticias sobre el homicidio de Mercè Reig habían sido breves y no aportaban ninguna novedad.  Ni en el diario ni en el telenoticias se  hacía la más mínima alusión a la captura del drogadicto. Sara pensó que la madrugadora historia de la señora Conchita no había sido más que un bulo.

De pronto, sin motivo aparente, recordó que, hacía pocas semanas, había visto a Mercè Reig en el portal de la casa diciendo adiós con la mano a un hombre joven que caminaba hacia la calle Princesa ¿Cómo no se había acordado? Tal vez porque no los vio juntos. Era un hombre muy  alto, moreno, con gafas de sol... No era su novio. De eso estaba segura porque lo conocía. Eran las 21,45 y llamó de inmediato al teniente Pacheco.

- Diga. ‑dijo una voz de tiple‑    
- Con el teniente Pacheco, por favor.
- Creo que se equivoca. Aquí no hay ningún Pacheco.  
- ¿No es la policía?  
- ¿Qué es esto, una broma?  

Sara colgó y marcó de nuevo. Volvió a escuchar la misma voz de mujer. Sintió miedo. Quería creer que se había equivocado al anotar el número, pero algo le decía que el hombre de la voz grave le había tomado el pelo. Que tal vez la quería asustar.


Estuvo mucho tiempo dándole vueltas al asunto hasta que se convenció de que aquel detalle era fútil y que seguramente había anotado mal el número.  Se encontraba agotada, rendida en el sofá y  envuelta en una manta. Y así la encontró el sueño. Un sueño profundo y febril.

El chico del primero tercera dijo "Nada" y entró en casa. Cuando salió llevaba el risueño rostro de Eduard. Su novio la consoló, la abrazó y la besó en la frente, apartándola de la ominosa oscuridad. Le acarició el cabello y el cuello. Sara se sintió flotar, estar en la cubierta de un buque con el viento limpiando su cara. "Nada", repitió el joven mientras levantaba el brazo para buscar algo sobre el mueble de cocina. "Nada", musitó con una sonrisa que Sara no advirtió porque sus ojos no se despegaban de la inquieta mano que palpaba la superficie superior del armario. No vio descender el cuchillo hasta su pecho. Se sintió morir y también sintió que se salvaba, porque un segundo antes de  la muerte la pesadilla se desvaneció y Sara se encontró en el sofá, jadeando, liada y medio ahogada con la manta.

Cuando sonó el despertador en su habitación, le pareció que había dormido tan sólo cinco minutos.  Quiso llamar al banco y decir que no se encontraba bien, pero pensó que por lo menos allí no estaría dándole vueltas a la cabeza.

Se vistió y se maquilló. Subió a la báscula y dudó de si el éxito del régimen de adelgazamiento se debía a la dieta o a los nervios de los últimos días.

Cuando se estaba tomando el café con leche, sonó el timbre del interfono.

- Sí?
- Policía.

La brevedad de la respuesta le pareció tener la misma intención de un insulto, de una amenaza. Tuvo miedo.

Abrió la puerta y observó a dos hombres gigantescos subir las escaleras. Se podía oír cierto alboroto en el entresuelo y dedujo que procedía del piso de Mercè Reig.

- ¿Sara Calero? ‑el hombre de poblado bigote mostró enérgico una placa‑. Comisario Peralta, de Homicidios. Éste es el teniente Pacheco. Querríamos confirmar algunos datos.

Sara comprendió que si el tal teniente Pacheco existía, debía haber anotado mal el  número de teléfono la noche anterior.

Se diría que el rostro del comisario era el de alguien poco acostumbrado a sonreír. Sus preguntas carecían de ambages y, pese a ser un hombre robusto, movía cabeza y manos con agilidad.

- Hemos podido confirmar que la noche de autos, Mercedes Reig recibió la visita de una persona a la que conocía...
- La vi con un chico no hace mucho ‑se precipitó a decir Sara interrumpiendo al policía‑.
- Ya.
- Era alto, moreno. No me fijé mucho porque fue sólo un instante... de eso hace semanas...
- Bueno, ya lo investigaremos más adelante.

A Sara le chocó la falta de interés del comisario, que ni había tomado nota de nada, ni parecía importarle lo que le estaba contando.

- ¿Sospechó alguna vez que Mercedes  Reig mantuviera relaciones con...?
- No, no.  Aparte  de lo que le he contado,  nunca la vi con un hombre...    
- Disculpe ‑cortó en seco el comisario‑. Le estoy preguntando si sabía que Eduard Cáceres, que hasta hace unas semanas era su novio, estaba saliendo con Mercedes Reig.

- No -expresó con un hilo de voz-
- Hemos encontrado evidencias de que el asesino de Mercedes Reig fue una mujer y...
- En ese momento un policía subió las escaleras y se dirigió al comisario.
- Comisario...

El agente le contó a Peralta algo al oído y el teniente Pacheco pareció entender.

- Vale, Gómez. Derechitos a Comisaría ¿eh? -ordenó el comisario-

El agente bajó veloz las escaleras.

- Señorita, no hemos encontrado huellas, ni el cuchillo del crimen, pero sí algunos cabellos que no corresponden a los de la víctima.

Sara leyó el resto de la historia en los brillantes ojos negros del comisario. Sabía que ya sólo era cuestión de tiempo. Que  cuando la llevaran a Jefatura comprobarían que los cabellos encontrados coincidirían con los suyos  y que el hematoma de su muslo lo había causado la propia víctima en su desesperada e inútil lucha por vivir.

Aquella noche había bajado al piso de Mercè Reig  para implorarle que se apartase de Eduard, pero aquella mujer había hecho oídos sordos. La había recibido con indiferencia y permitió que Sara multiplicara las súplicas mientras preparaba la cena y respondía con frases de desprecio. La creciente irritación de Sara terminó por sellar  sus labios y entonces su mano encontró un cuchillo. Y su brazo cayó como un relámpago sobre el pecho de la mujer. Se desplomó esa primera vez y Sara repitió la acción. Y continuó su enloquecida masacre hasta que el agotamiento le concedió unos instantes de lucidez que le permitieron llevarse consigo el arma y más tarde hacerla desaparecer.

Y antes de salir por la puerta, que sólo iba a entornar, limpió la única huella que había dejado; en un timbre ancho y metálico que tocaba cancioncillas.