8/4/16

Esperando a Amelia (Oct.1998)

Qué  agradable resulta la cafetería "Samoa" a primera hora de la tarde. Mientras espero, me entretengo observando las parejas, volcadas sobre las mesas, conversando.

Los de la esquina hace un minuto que han llegado. Él se ha prestado a quitarle el abrigo a ella.  Ella ha sonreído y sus ojos han denotado cierto asombro.  Se han sentado e inmediatamente se les ha acercado el camarero. Da  la impresión de que se han reunido para aclarar su situación, pero tan pronto como él ha pedido un café ruso y un whisky, a ella le ha aflorado la irritación al rostro y ha dejado de sonreírle la mirada. A  su manera, le ha dado a entender que censura  la elección de él. No puedo ver la cara del hombre, pero lo intuyo cariacontecido. El ataque le ha pillado de sorpresa. Ha acudido de buena fe a dialogar y se ha dejado el armamento en casa. Tal vez la demostración de fuerza de ella no sea más que una estrategia, pero creo que no. Me da la sensación de que el furor ha sido espontaneo y que posiblemente el objetivo de la reunión haya sido la de terminar con tan desagradables arrebatos. Un gesto de los hombros de él señala que ya que ha pedido el whisky se lo piensa beber.

Amelia tarda. Me sudan las manos. He tomado un sorbo de café sin azúcar, como propone siempre Amelia, pero soy incapaz de vaciar la taza. Rasgo el sobrecito y vierto la mitad. Vuelvo a probar. Está mejor, pero...

Una figura esbelta ha pasado frente a la puerta de cristal y me ha parecido Amelia, pero no. No son sus cabellos.

M
e gusta tanto pasear con ella y ver cómo sus finos cabellos se despegan de sus hombros y tratan de volar... Ir con ella de la mano me produce una satisfacción que no sé expresar. La amo tanto... Y en esta última semana he pensado tanto en ella... Yo sabía que hoy le diría que la amo. Me impuse esta fecha y ya no cabe aplazamiento. No lo podría soportar y sin embargo no sé cómo explicarle que quiero compartir mi vida con ella. Que carece de interés cualquier asunto que no esté relacionado con ella. Amo tanto sus manos...

Ha entrado una chica con una carpeta universitaria. Entra aire frío del paseo de Gracia.  El café también se ha quedado frío. Y amargo. Amelia. ¿Por qué tarda tanto?

N
o llevo reloj. No importa  la hora, al fin y al cabo yo voy a continuar aquí. Esperando a Amelia.

La joven ha ido a sentarse cerca del cristal que da a la calle y ha desparramado el contenido de su carpeta azul y negra. No debe ser muy miope, porque está limpiando sus gafas, mientras lee el folio que tiene más próximo. Ahora se pone a ordenar los papeles. Se le acerca el camarero. Antes de que él diga "Buenas tardes" ella pide. No la he podido oír, pero creo que dijo: "un cortado". Qué joven es. Me pregunto si alguna vez habrá dicho a alguien te quiero. Si es así, qué palabras habrá empleado.

He tratado esta última semana de componer cuatro o cinco frases suficientemente sólidas, para luego esgrimir otras frases que sé de sobras habrán de ser improvisadas. Y cada oración ha resbalado, se ha roto, se ha muerto y hasta me ha interrumpido mi risa a veces,  por recurrir a  tópicos desgastados.

Levanto el brazo. El camarero me ha visto. Ha guardado en la caja el cobro de un matrimonio sexagenario y ahora acude a mi mesa. No dice nada y yo le digo: "un café, por favor".

La pareja mayor sale a la calle y vuelve a entrar el frio. Él anda algo torpe. Caminan paseo abajo. Tal vez vayan al cine.

El camarero me trae en su bandeja el café. Lo deja sobre la mesa. Esta vez vacío en la taza todo el azúcar y oigo abrirse la puerta...



¡Amelia! Llega en el preciso instante del café dulce y sé que llegará a la mesa, levantará la taza y se la llevará a los labios. Y luego reirá con esa risa natural, que tanto echo de menos cuando no está conmigo. Lleva la chaqueta de piel y la falda plisada. Me sonríe y yo también esbozo una sonrisa, aunque siento calor y también frío, y creo que también miedo y  tristeza. Llega. Amelia. Su cálida mano acaricia la mía, helada. No me besa, pero no me importa. Sé que llegarán sus besos. Nos sentamos. Le diré que la quiero. No sé cómo aún. Probaré con: "Te quiero".

- Amelia, te quiero.

Se ha turbado. Ha bajado la vista. Sus pestañas esconden la mirada de sus ojos verdes. La punta de su nariz apunta el centro de la mesa. Brillan sus suaves mejillas. Llega el camarero. Amelia pide un suizo. El joven da media vuelta y entonces Amelia me mira. Sus ojos, cuajados de ilusionados reflejos, me alcanzan. Y sus labios vuelven a sonreírme. Esta vez con una palabra preparada para escapar  de ellos. Retumba mi pecho y Amelia pronuncia las palabras con las que yo, en la última semana,  he estado luchando.

-
Y yo... y yo también te quiero. Ya no sé imaginarme la vida sin ti... sin tenerte a mi lado. Y
¿Qué importa lo demás? Saldremos adelante. Sí. Yo también te quiero, María.

1/4/16

Piedra, papel y tijeras (1997)



En cierto bosque de Pilindibonia vivía un mago al que todos llamaban mago Mandrágora, porque siempre se servía de esta planta para preparar sus hechizos.

El mago Mandrágora tenía por norma cambiar cada día de aspecto, aunque generalmente adoptaba forma humana pues con ella se encontraba más cómodo para hacer sus conjuros. A veces era rubio, a veces moreno. Los lunes parecía un europeo, los martes un guerrero masai, los miércoles un esquimal, los jueves un indio andino, los viernes un musulmán, los sábados era judío y los domingos era el día sorpresa, pues en la marmita echaba al azar ingredientes de todo tipo.  Un domingo el mago Mandrágora se convirtió en estufa de butano y, al no contar con manos, se las vio y se las deseó para volver a un estado más normal.   

De vez en cuando el mago Mandrágora recibía visitas de personas que le pedían algún favor. Su sabiduría le permitía echarles una mano, pero en ocasiones se mostraba reacio a las peticiones porque el beneficio para unos podía ser el perjuicio para otros. 

Precisamente en uno de estos casos se encontró cuando, un lunes que iba ataviado como un tirolés de los Alpes, recibió la visita del unicornio del bosque.
 
-  Mago Mandrágora -dijo el magnífico unicornio-. Aquí en el bosque todos me respetan y me consideran su rey, pero yo quiero ser también el rey de Pilindibonia.

-  Pero tú sabes que Pilindibonia ya tiene un rey.

-  Sí, pero es blando y sin coraje, y yo podría hacerlo mucho mejor que él.

-  Eso acarrearía enfrentamientos, que más tarde traerían consigo dolor.

-  Yo estoy dispuesto a todo con tal de ser el rey de Pilindibonia.

-  En ese caso, he de ayudarte.


El mago Mandrágora, que vivía en el bosque con el permiso del unicornio, no se atrevió a contrariarlo, así que aceptó ayudarle. Pero como supuso que aquello iba a generar disputas, ideó un plan. 

- Te haré tan poderoso que con tu sola presencia, el rey se rendirá. Pero has de acceder a una condición.

-  ¿Cuál?

-  Tu fortaleza será mayor que la del rey, pero será inferior a la del ogro del pantano.

- ¿El ogro? ¡Bah! No me preocupa ese ogro gandul. Siempre está holgazaneando o entretenido cogiendo peces.

El mago Mandrágora puso en una marmita los ingredientes necesarios para fortalecer al unicornio. Después que hubo bebido el filtro, el unicornio salió al galope, a la conquista de Pilindibonia.

Al cabo de unos días, era jueves, el mago Mandrágora, vestido con un llamativo poncho, un sombrero y con la piel quemada por el sol, recibió otra visita. Se trataba del rey de Pilindibonia. Llegó maltrecho, lleno de arañazos y desarmado.


- Mago Mandrágora, no sé lo que ha pasado, pero el unicornio del bosque se ha transformado en un caudillo implacable y ha tomado el palacio. Me he tenido que rendir, pues no cuento ya ni con un solo soldado, ni dispongo de una sola espada y no me queda ni una gota de energía. Me has de ayudar. 
-  Si lo hago,  el  unicornio sabrá que te he apoyado y me echará del bosque. Te explicaré lo que vamos a hacer. Te daré tanta fuerza que serás capaz de echar del pantano al ogro que reina allí.

-  ¿Al ogro? ¿Y qué pinta el ogro en esta guerra? A mí no me gusta el pantano.

- Verás, tu sola presencia en el pantano hará que el ogro se rinda. Aunque salgas vencedor, no te equivoques; el ogro es poderoso y el unicornio le teme. Aunque ahora no lo entiendas, haz lo que te digo y confía en mí. 
 - Está bien. Haré lo que dices.

El rey se tomó de un trago el bebedizo que le preparó el mago Mandrágora y subió a su corcel para dirigirse a toda prisa hacia el pantano.

Como era de esperar el ogro no tardó en aparecer en la cueva del mago Mandrágora. Era un domingo en el que el mago Mandrágora se había tomado el elixir sorpresa de los días festivos. Y durante horas estuvo desaparecido. No supo en qué se había convertido hasta que cayó la noche y se percató de que se había convertido en luna.   Y aquella noche dos lunas velaron Pilindibonia.

-  ¡Mago Mandrágora! -gritó el ogro en el interior de la cueva-

-  ¡No hace falta que grites! Estoy aquí arriba y aunque no lo creas, puedo escuchar hasta lo que sientes.


El ogro miró al cielo y por algún motivo, se dio cuenta de que era la segunda luna quien le hablaba.   

 -  El rey me ha echado del pantano -informó el ogro-. Tienes que ayudarme.

-   Si el rey ha invadido tu casa, invade tú la suya.

-  ¿El palacio?

-  Justo. Aunque en él se encuentre el unicornio,  no  te ha de preocupar.  Te daré de beber algo que te hará más fuerte que él y con tu sola presencia se rendirá a tus pies. 
 - Pero a mí no me gusta vivir en un palacio. A mí me gusta revolcarme sobre el lodo, comer cañas y peces...

- Aunque ahora no lo entiendas, haz lo que te digo y confía en mí.

Tan pronto como pasó el efecto del elixir y volvió a tierra firme, el mago Mandrágora preparó un combinado gigante para que el ogro, que era diez veces mayor que el mago, lo bebiera.  Luego salió a grandes zancadas de la cueva, a la conquista del palacio.


Durante una semana las avutardas y los ruiseñores le contaron al mago Mandrágora cómo iban las cosas por Pilindibonia.

- Nada más ver al ogro desde el balcón de palacio -explicó la avutarda-, al unicornio le comenzaron a flaquear las patas. Se le erizaron las crines y lanzó un relincho de pánico. Cuando el ogro le gritó que le iba a arrancar su cuerno para hacerse una sopa, el unicornio salió disparado hacia el bosque.
-  ¿Lo habéis visto por estos lugares? -preguntó al mago, un ruiseñor muy educado-   
-  No, no lo he visto aparecer. Debe haberse ocultado.

-  Yo lo que he visto esta mañana ha sido al rey personarse en las puertas de palacio -dijo el ruiseñor-. En cuanto el ogro lo ha columbrado, su semblante se ha tornado amarillo, ha balbuceado que qué quería, y el rey le ha gritado que saliese corriendo de palacio si no quería morir ensartado por su espada, que dicho sea de paso, se había fabricado con cañas del pantano.   -  ¿Eso le ha dicho? ¡Qué coraje! -apuntó la avutarda- 
- Ciertamente, habida cuenta que, hasta hace poco, el rey se había mostrado siempre como un gobernante pusilánime -continuó el ruiseñor-. En fin, que el ogro ha salido a toda prisa a refugiarse en la ciénaga.
- Es decir -resumió el mago Mandrágora-, que el unicornio está en el bosque, el ogro en el pantano y el rey en palacio ¿No es eso?

- Eso es.

- Como debe y debía ser.

El gran Serman (may.2009)


Cuando Germán Sigüenza empezó a hacer sus pinitos como equilibrista, no era más que un revoltoso arrapiezo que corría persiguiendo al gato por el muro que rodeaba la casa. Nunca se cayó ni sufrió daño alguno, y era tan evidente su innata facultad para mantener el equilibrio que sus padres creyeron que aquello no podía deberse sino a una gracia divina.

Al cumplir Germán los quince años llegó al pueblo el Gran Circo Universal. Todo el pueblo sin excepción acudió con regocijo al acontecimiento. Germán disfrutó de la espectacular actuación del hombre bala, de los Hermanos Manfredonia “Los ases del trapecio”, de unos payasos que no daban ni miedo ni pena, sino que eran tan ocurrentes que arrancaban carcajadas. Y, claro está, los ojos de Germán se cuajaron de estrellitas cuando presenció el número de “Max Varga”; el equilibrista húngaro sobre la cuerda floja.  Al término de la actuación, el padre de Germán le preguntó a su emocionado hijo: "¿Te ha gustado?" A lo que el mozalbete respondió: “Lo que hace ese lo hago yo con los ojos cerrados y con un botijo colgado de los huevos”.

Una vez terminada la función Germán supo convencer a sus padres de que no dejaran escapar aquella oportunidad. Que habida cuenta de que era un completo desastre con los estudios y que las oportunidades de abrirse camino en el pueblo eran escasas, debía probar fortuna en el mundo del circo. Germán estaba convencido de que, a pesar de su corta edad, allí sí podría ser alguien, ver mundo, ser rico.

Esa misma tarde el director del circo accedió a hacerle una prueba a Germán. Le invitó a escalar el poste, subir a la cuerda floja y completar el tramo de quince metros con ayuda de la pértiga. Max Varga, contemplaba al imberbe muchacho con autosuficiencia, hasta el momento en que Germán propuso: “De acuerdo, pero lo hago sin red, con los ojos cerrados y con un botijo colgando de los huevos”.

Todos, excepto los padres, rieron hasta las lágrimas. Los padres, que conocían sobradamente las habilidades de Germán, sabían que aquello no era una bravata, pero no lograban acostumbrarse a vivir con el alma en vilo.

Le costó más al mozo encontrar una soga y un botijo que a Germán completar la prueba. Y el zagal lo hizo con tal naturalidad que provocó que aflorara una cólera contenida en el semblante de Max Varga. Esa misma noche el artista húngaro firmó su finiquito y el padre de Germán autorizó a su hijo, bajo contrato por tres años, a trabajar en el Gran Circo Universal.

Germán se convirtió en "El Gran Serman" y durante esos tres años viajó por medio mundo, recogió la admiración del público y se hizo más famoso de lo que jamás llegó a imaginar.

No tenía vicios caros, pero "El Gran Serman" tenía una gran debilidad: los pasteles. Se empicó en sus viajes; que si ahora me zampo unas trencitas fritas en Buenos Aires, que si ahora me ventilo unos pryaniki en Moscú... Consumía diariamente grandes cantidades de magdalenas, sobaos pasiegos, roscos, almendrados, mantecados, empiñonados y todo tipo de repostería fina o a granel, con lo que aquel delgado muchacho que salió una mañana del pueblo, al cabo de seis años se había convertido en un zampabollos con un sobrepeso de veintidós kilos.

Por extraño que parezca, con la obesidad, la habilidad de "El Gran Serman no decreció un ápice"; más bien, al contrario, los espectadores se quedaban perplejos al contemplar cómo aquel ballenato era capaz de bailar, de hacer piruetas y de merendarse, tan campante, un par de pastelitos de chocolate sobre la cuerda floja.

El director del circo sabía que "El Gran Serman" era la estrella y lo cuidaba como a un hijo –un hijo gordo, pero un hijo que era una mina de oro-. Lo sometía a exámenes médicos periódicos y a una tabla de ejercicios gimnásticos bajo la supervisión de Dimitri el acróbata. Aunque no perdía peso, asombrosamente el cardiólogo aseguraba que el corazón de "El Gran Serman" era un órgano incólume y los análisis clínicos presentaban unos registros del todo envidiables. ¿Y el azúcar qué, doctor? Nada, hombre, siga comiendo churros”.



Al cumplir "El Gran Serman"  los 25 años, y llevaba diez en la profesión, se casó en Estambul con Dadna "La Encantadora de Serpientes". Dadna era una valiente chica sevillana de Estepa, por lo que ni el día de la boda ni un solo día en la vida de Germán le faltaron los polvorones.

"El Gran Serman" era un hombre feliz. Se había cumplido su sueño de ser famoso, amaba a Dadna, le reconfortaba el calor y la admiración de su público, y disfrutaba como nadie con la repostería.

Una calurosa noche de verano, en su quinceava temporada en la ciudad de México, "El Gran Serman" se ventiló, antes de su actuación –y como el no quiere la cosa- medio kilo de gaznates. Relamiéndose escaló el poste hasta lo más alto, hizo la ritual reverencia, se deleitó con el redoblar de tambores, y echó a andar por cable de metal al que paradójicamente llamaban “cuerda floja”.



Cuando llegó a la mitad del trayecto, algo extraño ocurrió. "El Gran Serman" no supo qué hacía allí, no supo por qué mantenía los brazos en cruz y no supo ni siquiera recordar su nombre.



Y por no saber, ni siquiera supo caminar. Desorientado se pasó la lengua por los dientes, tragó la saliva azucarada, miró hacia abajo donde no había red y el equilibrista, por primera vez en su vida, perdió el equilibrio.

31/3/16

La caída (mar.2000)



Dedicado a la anciana que se cayó en la calle del Carme, una tarde de marzo.

A mis ochenta y cuatro años se agradecen tanto esos rayos de sol que entran por la ventana...  Qué bien esos rayos... Son una mano que suavemente me acaricia la piel. Con ellos esta habitación de hospital parece incluso alegre. Sin embargo no encuentro nada alegre en el  color blanco de estas cuatro paredes.

Me casé de blanco. Después de mi boda decidí que detestaba este color y por eso lo he evitado siempre que he podido.

Mi matrimonio con Antonio fue una gran equivocación. Celebro que no tuviésemos hijos porque entonces también ellos hubiesen sufrido, aunque en realidad lo verdaderamente digno de ser celebrado hubiese sido que lo hubiese abandonado mucho antes de su muerte. No lo hice... Antes no era como ahora. Las mujeres de mi generación tragábamos con todo. Sentíamos pánico de las habladurías... ¡Qué error...! ¡Qué pena...! No nos dábamos cuenta de que la vida es corta y que ninguna razón justifica el prolongar una relación desgraciada y sin sentido.

Me ruboriza reconocer que a los dos meses de la boda aborrecía a mi marido. Una noche que me sentía especialmente deprimida metí el vestido de novia en una bolsa de basura y me deshice de él. El álbum de fotos corrió la misma suerte. Pero me faltó valor para afrontar la decisión de dejarlo. Lo pospuse durante años... Qué imbécil.

Desde que desperté apenas siento dolores. Deben ser cerca de las cinco. No tardará en venir la enfermera con la merienda y el cargamento de medicinas.

Es primavera. Es primavera y deseo con todas mis fuerzas salir de aquí. En casa apenas tengo ocupaciones, es cierto. Podría seguir tranquilamente entre estas cuatro paredes porque a nadie le hago falta. No tengo a nadie, pero he de salir de aquí cuanto antes porque una muchacha a la que no había visto nunca antes del accidente me necesita. Una desconocida... Tiene gracia. Tal vez no sea una desconocida.

Hoy han venido unas vecinas de la escalera a verme. Me han traído revistas y libros, porque saben que me apasiona leer, pero apenas he dedicado tiempo a la lectura porque desde la caída, en mi cabeza sólo aparece la imagen de aquella muchacha que me auxilió en la calle.

He pensado mucho en aquella estúpida caída y aún ignoro cuál fue la causa. Ni siquiera estoy segura de que resbalara, ni de que alguien me empujara. Sólo recuerdo que acababa de comprarme unos jarroncitos en la tienda de veinte duros de la calle del Carme y que nada más pisar la acera me vi en el suelo. Súbitamente las palmas de mis manos sintieron la humedad de la acera y lo realmente enojoso no fue caerme sino mi incapacidad para levantarme. Me puse nerviosa. Todo esfuerzo resultó inútil. Se me cayeron las gafas. Estaba tan aturdida que ni siquiera me había dado cuenta de que no las llevaba. Fue un momento confuso, extraño.

Oí una voz de hombre que dijo "
¡Aquí están las gafas!". Y noté que se movían espesas sombras de transeúntes que se echaban sobre mí. Escuché murmullos como de abejas y unos brazos que trataron de alzarme. Por desventura aquellos brazos se mostraron tan torpes como mis piernas. En aquel infructuoso intento noté un dolor tan intenso en la pierna izquierda que creí no poder soportarlo. Era como si me hubiesen golpeado con una barra de hierro en mitad del fémur. Grité, tal vez más de una vez, y me entró el pánico porque me di cuenta de que aquella caída había traído consecuencias.

Lloré de dolor y de rabia, porque a mi edad resulta muy penoso sentirse desvalido. En mi angustia quise averiguar si  en el suelo había algo con lo que hubiese podido tropezar, pero mi vista estaba nublada. Reclamé entonces mis gafas e inmediatamente la figura de una mujer se acuclilló frente a mí para deslizarlas sobre mis orejas. Una mano suya acarició mi mejilla y agradecí aquel gesto como el mejor de los remedios.

Entonces vi su rostro iluminado por la luz de la farola. Era una muchacha de unos veintitantos, de media melena, de tez muy blanca y cálida sonrisa. Me preguntó cómo me había caído y en ese primer momento pensé que la conocía. Me era familiar tanto su fisonomía como su voz. Le dije que no lo sabía y le pregunté quién era ella. Había tal jaleo que no sé si me respondió, sólo sé que sonrió, y  que oí la sirena de la ambulancia abriéndose paso entre el murmullo del corro que había a mi alrededor.

Alguien me cubrió  las piernas con una prenda áspera y al cabo de poco rato, en el que sentía que me faltaba el aire, oí la voz del enfermero que me animó a mantener la calma, que todo iba a ir bien. Otra  voz masculina le avisó de que fuese con cuidado, que tenía la pierna rota. No me alarmó la noticia porque ya me lo había imaginado. Unos brazos más hábiles me levantaron del suelo y con suma facilidad me trasladaron a la camilla. La calle se había teñido con destellos anaranjados. Distinguí algunos rostros. En algunos ojos leí compasión.

En el interior de la ambulancia me sentí más protegida, pero, como el vehículo tenías las puertas abiertas, seguí escuchando durante un rato el rumor de los curiosos.

Regresó el dolor y me llegó una voz grave que contaba a alguien que me había mareado. También escuché débiles voces de niños, y otra vez escuché la voz de la muchacha que me había puesto las gafas. "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...".

Aquella frase, que me llegó nítida,  me resultaba tan familiar... y luego escuché la voz airada de él y lo entendí todo. "
¡Eres tú que te entretienes!". 

Me incorporé como pude para ver la cara del hombre, porque tenía un presentimiento, pero el enfermero ya estaba cerrando la puerta y me dijo que volviera a acostarme.  Le dije que por favor esperase, que tenía que ver a la muchacha y al hombre que estaba con ella. El enfermero debió suponer que eran mis familiares. Abrió la portezuela y... allí estaba la chica y estaba él.
"¿Van a subir?" apremió el enfermero. El hombre dijo que no y se rió sin sustancia. Y resulta paradójico que reconociera a mi marido por su sardónica risa. Él que casi nunca reía.

No puedo comprender qué hacía Antonio allí, con el aspecto de hace cincuenta años. Y qué hacía yo allí, a su lado, con mi aspecto de hace cincuenta años. No comprendo por qué me encontré con esos dos desconocidos, que éramos Antonio y yo misma. Pero lo único que sé es que he de buscar a esa muchacha y contarle... anunciarle lo que se le espera.
  
Al día siguiente de la operación, empecé la búsqueda de la chica que me auxilió el día de la caída. Y la busqué con la única herramienta de que disponía en la habitacion; el teléfono. Llamé a Mayca, una buena mujer a la que hace muchos años confié un duplicado de las llaves de casa, y le pedí que me trajera del armario un viejo álbum de fotos de lomo encarnado.

Seguramente pensó que era una solicitud extraña, pero no me hizo preguntas. Al día siguiente Mayca me vino a ver, asiendo una bolsa que contenía el álbum. Aquel álbum recogía fotos previas a mi boda. Arranqué una foto mía y se la di a mi vecina. Le dije que buscara a aquella chica, que era muy importante dar con ella y por supuesto me cuidé mucho de decirle que aquella mujer  era yo misma. Me hubiese tomado por demente. Con un gesto de perplejidad me preguntó que cómo iba a encontrar una mujer joven con una foto que se veía claramente que era antigua. Improvisé una mentira que creo que se tragó; la de la foto era la abuela de la chica que me había auxiliado. Y ambos rostros eran como dos gotas de agua.


Pensé que si realmente aquella chica era yo misma poco antes de la boda, tenía que vivir con mis  padres; en el once de la calle Elisabets.

Escribí una breve carta diciéndole a la  muchacha que tenía que contarle algo de vital importancia, y que tuviera la bondad de llamarme por teléfono o que viniese al hospital, ya que yo aún tenía para unos cuantos días de estar allí.

Metí la carta en un sobre y dudé al escribir las señas del destinatario. Naturalmente escribí Carmen Fábregas; mi nombre.  Luego pedí una guía telefónica de calles y busqué el once de Elisabets, pero todos los nombres que aparecían me resultaban desconocidos. Mi cabeza hervía en un mar de confusión. En la época en la que yo vivía con mis padres no teníamos teléfono.

Constantemente venía a mi cabeza la frase de aquella muchacha; "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...". Y sabía que se refería al convite de boda. Conocía el restaurante. Llamé por teléfono y pregunté si se había hecho alguna reserva a nombre de Antonio Vega, mi marido, o de Carmen Fábregas. Me dijeron que no.

Durante aquellos tediosos días hice un montón de llamadas y escribí algunas cartas más.  Vinieron  más vecinas a verme y todas ellas se llevaron alguna foto. Desgraciadamente ninguna de ellas me dio la noticia que yo esperaba.

Estuve en el hospital casi un mes. Me devolvieron a casa en otra ambulancia blanca y me asignaron una enfermera, Sandra, con la que compartiría buena parte del día y con la que haría mis ejercicios de recuperación. Sandra estuvo conmigo seis semanas. Me acostumbré pronto a moverme por casa con la muleta. Al principio no me dejaban salir a la calle, pero luego empecé a dar cortos paseos con Sandra.

Un día Sandra accedió a acompañarme al piso de la calle Elisabets. Afortunadamente era el entresuelo y sólo tuve que subir unos pocos escalones. Llamé a la puerta y yo, que en esta vida las he visto de todos los colores, tuve un miedo atroz. Sentí pánico a lo desconocido y antes de que alguien abriera la puerta empecé a bajar las escaleras. Antes de completar el tramo,  la puerta se abrió con el ruido de los goznes que jamás fueron engrasados. Me giré y distinguí un hombre joven, muy delgado y pálido... con el cabello muy largo y un aro plateado en una aleta de la nariz. Un perfecto desconocido. Me preguntó algo en un idioma que no entendí y le dije que perdonase, que me había equivocado.

Habían transcurrido once semanas desde la caída. Había perdido la esperanza de localizar a aquella muchacha y me sentía muy deprimida. Me daba cuenta de que no había podido avisarla  de que su matrimonio estaba condenado al fracaso. Me consolaba pensando que si hubiese tenido la oportunidad de contarle mi vida, probablemente ella hubiese creído que era una vieja inoportuna a la que le faltaba el juicio.

Pensé en consultar a un parapsicólogo, a alguien con experiencia en fenómenos paranormales. Pero... tengo ochenta y cuatro años, vivo sola y quiero seguir así, de modo que no me interesa para nada que haya quien piense que estoy como para que me encierren. 

Tengo la gran suerte de vivir desde hace muchos años en frente de la Biblioteca Nacional de Catalunya. La he visitado en infinidad de ocasiones. Al principio para estudiar temas relacionados con mi profesión de maestra de literatura y después de la jubilación, por el simple placer de leer un buen libro.

Ayer decidí coger la muleta y llegarme sola hasta allí. El conserje  me conoce. Me dijo que hacía mucho que no iba por la biblioteca y le conté lo sucedido. Luego pensé que nosotros, los de nuestra edad, a veces no nos damos cuenta de que contamos a los demás cosas que a ellos no les interesan. Bueno, paso muchas horas sola, así que si tengo ocasión de cotorrear un poco aprovecho la ocasión.

Pasito a pasito recorrí el largo y xiloideo pasillo hasta los cajones temáticos. Busqué en parasicología. Encontré una ficha cuyo título me cautivó y decidí solicitarlo. Rellené el impreso y al cabo de veinticinco minutos tenía el ejemplar en mis manos. Me senté en uno de los bancos, estuve leyendo durante más de tres horas y luego devolví el libro.

Salí de la biblioteca cuando estaban a punto de cerrar. Regresé a casa. Había leído muchas cosas interesantes y otras no tanto, pero mediante aquellas páginas había descubierto que yo había experimentado un desfase temporal. Que en mi vida, como si fuese una cuerda, se había hecho un nudo en el que pasado y presente se habían encontrado. Ese nudo rara vez dura más de cinco segundos. A todo el mundo le pasa, pero la mayoría de las veces no somos conscientes de ello. Puede que uno vaya por la calle y se cruce con su pasado montado en un taxi, puede que uno suba en ascensor y su pasado baje por las escaleras... Pero ¿
Y si le hubiese agarrado muy fuerte la mano cuando me acarició la mejilla?...


A mi edad, cuantos menos enigmas mucho mejor. Una ya empieza a pensar con asiduidad en el Gran Enigma, en lo qué viene después de la muerte, y con ese misterio ya tengo suficiente. Por eso, por liberarme de lucubraciones, estoy agradecida a Alí.

Alí es el chico de la abacería de enfrente de mi casa. Es un chico muy amable, pero le compro rara vez porque sus productos suelen ser algo más caros que en el súper.  Esta mañana no tuve más remedio que comprar un cartón de leche y él me preguntó por mi salud. Le dije que me encontraba más animada y él me dijo que me vio caída en la calle y que fue una suerte que mis gafas no se hubieran roto. Quemando el último cartucho le pregunté si sabía quién era la muchacha que me puso las gafas. Y él, con una blanca sonrisa me respondió; "Señora Carmen, las gafas se las puse yo mismo".

Fue algo inesperado, pero que me causó bienestar. Aunque sea una persona mayor, quiero seguir aprendiendo para poder comprender. Aunque me asalten a veces situaciones que, por más que intente, jamás podré entender.

Masacre en la calle Sangre



El equipo de "Proyectos Estupendos", de la productora cinematográfica Cinexia Inc., llevaba tiempo buscando una buena historia de terror que llevar a las pantallas. Durante meses había descartado cientos de guiones que no hacían sino recurrir a los tópicos de siempre; Dráculas, Hombres Lobo e Inspectores de Hacienda. Hasta que aquel 9 de Enero el jefe de "Proyectos" le hizo llegar al director de la Compañía un guión original que había enviado a la Cinexia el escritor José Martínez en 1975 y que llevaba por título "La Señora Ramírez lava con Perlán". 

El impacto que causó la historia en Cinexia fue tan sonado que de inmediato enviaron a un negociador a ver a Martínez para comprarle los derechos. El hombre no sabía de qué le estaban hablando, porque contaba ya con 96 años, pero estampó veintisiete firmas en un contrato que no leyó, a cambio de un cheque por 30.000 €.

El presidente de Cinexia, Acisclo Recausárez Mantagal,  embriagado por la originalidad del proyecto,  decidió rodar él mismo la película.

Lo primero que Recausárez hizo fue cambiarle el título. La película se llamaría "Masacre en la calle Sangre". Una segunda lectura del guión le condujo a la supresión definitiva de varias escenas, como aquella en la que la Sra.Ramírez estaba tendiendo la ropa y llegaba por detrás Ramón "el del morcillón", con el arma desenvainada.

Después de numerosos cambios, de las 150 páginas sólo quedaron treinta incólumes, por lo que Recausárez se dedicó a escribir unas cuantas escenas más, a cual más sanguinolenta, a fin de completar el largometraje.

Hubo que ampliar el elenco de personajes. Recausárez se inventó un monstruo llamado Alfredo, con bigote y estrecho de hombros, cuya particularidad era morder la cabeza de todo aquel -señora o caballero- cuya indumentaria oliera a determinado suavizante. Los personajes de Alfredo y de Ramón "el del morcillón" podían considerarse los dos villanos de la historia.

Como Recausárez conocía muy bien a Amenábar, le llamó para pedirle opinión sobre qué actor daría la talla para el papel de Alfredo. Y como Amenábar conocía muy bien a Recausárez, se cuidó muy mucho de descolgar el teléfono -¡que gran invento el del identificador de llamada!-.

Recausárez ofreció el papel a un amigo suyo, bastante monstruoso -tenía cierta semejanza al actor Jesús Guzmán (el cartero de la antigua serie "Crónicas de un pueblo")-, que había actuado en teatro de aficionados. Éste tuvo que rechazar la oferta porque se había apuntado al Campeonato de Petanca del Clot, pero dijo: "Hombre, Acisclo, tratándose como se trata de un personaje que no dice una sola palabra y que es un monstruo que no para de morder, vamos, digo yo que podrías tener a bien ofrecer el papel a Mordedor, mi perro".  Acisclo Recausárez aceptó. Se llevó al perro con bozal y correa, y un saco de pienso para tres semanas.

Recausárez trató de contratar para los papeles secundarios a Robert Englund (que haría el papel del policía Manolín) y a Kathy Bates (para el papel de Sra.Ramírez), pero ambos dijeron se excusaron con que tenian otros compromisos. De modo que hubo que recurrir al veterano actor asturiano Roberto Engrudo y a la voluminosa actriz Catalina Bates. Ambos firmaron el contrato a cambio de comida caliente, postre y -en el caso de Catalina- un puro.

Para el papel protagonista, el de Ramón "el del morcillón", Recausárez se guardaba una sorpresa. Los colaboradores de Cinexia estaban intrigados. ¿Quién interpretaría el papel de Ramón "el del morcillón"? ¿Sería Harry Sonford? ¿Sería Jacknie Colsson? ¿Sería José Carabia? No. El papel, que no tardaría ni dos segundos en ser aceptado, fue ofrecido al famoso Juanito "El cafre". Delincuente célebre por los asesinatos del Paseo Curtidores, por la matanza del 5 de Junio y por la masacre del Hotel Napolitano. Libre por buen comportamiento. Juanito "El cafre",  más conocido como "el asesino de la Ribera de Curtidores", el de la matanza del 5 del Junio o el de la escabechina del Hotel Napolitano, obtenía así una oportunidad para su reinserción.

Como Juanito no daba la talla en las escenas no violentas, hubo que efectuar nuevos reajustes en el guión. Así pues la escena en la que Juanito pulsaba el timbre de la puerta de la Sra.Ramírez, se cambió por la de Juanito derribando la puerta con la ayuda de un contenedor de basuras. Y la escena en la que Juanito explicaba a Alfredo, el perro-monstruo, el plan para sembrar el terror en el inmueble de la calle Sangre, hubo que sustituirlo por una riña entre ambos personajes, en los que quien llevó la peor parte fue el perro porque Juanito aprovechó de que nadie le había quitado el bozal al can. Al término de la zalagarda, Recausárez manifestó entusiasmado: "¡Qué a nadie se le ocurra curar a esos dos... Seguid filmando... ¡Cuán terroríficos parecen ambos ahora!".

El rodaje de "Masacre en la calle Sangre" resultó más espantoso que el de "Cleopatra" para Leo Mankiewicz. El primer percance ocurrió cuando Recausárez le dijo a Juanito: "Ahora vas y la matas", señalando a una Sra.Ramírez bastante asustada. Y a Juanito, ebrio de violencia como estaba, le faltó tiempo para asestarle a la mujer setenta y dos puñaladas antes de que diecisiete miembros del equipo pudiesen reducir a "El cafre".

Todo el mundo agradeció al cielo que el arma empleada por Juanito contra la actriz Catalina Bates, fuese de goma. Claro que los moratones que cubrieron el cuerpo de la actriz impidieron que pudiese continuar el rodaje. 

El segundo incidente se produjo cuando el personaje del policía, interpretado magistralmente por Roberto Engrudo, se suponía que debía entrar en la guarida del asesino  para detenerlo. Tan pronto cruzó el umbral, Juanito le saltó a la cara y empezó a propinarle  puñetazos, exclamando "¡A quién vas a detener tú! ¿Eh? ¡A quién vas a detener!". Nuevamente los diecisiete miembros del equipo tuvieron que emplearse a fondo para desenganchar a Juanito del maltrecho cuerpo del actor aficionado.

El equipo de rodaje estaba un poco harto del protagonista, y se conoce que algún comentario tuvo que llegar a oídos de "El cafre" porque en cuanto encontró un poco de tiempo libre, ató de pies y manos a los cuatro ayudantes más críticos y los colgó de un pozo, amordazados y con un escupitajo en la cara. 

Recausárez y el resto del equipo dedicaron un día entero a buscarlos, sin éxito. Como se sabía de antemano que el guión original habría que completarlo con escenas improvisadas, los cámaras tenían carta blanca para filmar cualquier cosa que pudiese causar horror.  Benítez filmó una gárgola negra de amenazadora dentadura, Molinero captó una imagen en la que a un señor le brillaron los ojos y sonrió ante una foto de Franco, y Soriano filmó el cuaderno de notas de su hijo. Eso sí que daba pánico.  Ante el desbarajuste del rodaje, Recausárez animó a su equipo: "No os preocupéis, ya lo arreglaremos todo en Montaje".

Los cuatro ayudantes fueron encontrados, húmedos y en bastante mal estado, pero vivos. El perro fue devuelto al amigo de Recausárez y Juanito "El cafre" fue devuelto a la Prisión Modelo de Barcelona, no porque nadie osara denunciarlo por agresión, sino porque le fueron encontrados en su gabardina cinco kilos de heroína adulterada. Uno de los ayudantes de rodaje manifestaría "¿Que han encontrado un paquete de plástico a rayas grises y azules, con 5,31 Kg de heroina adulterada con sal común y ajo, en el bolsillo izquierdo de la gabardina ocre marca Garibaldi talla 52 de Juanito? Vaaaaaya, pues sí que me sabe mal... ".

Y de la sección de "Montaje" la película pasó a la de "Milagros". Se pegaron unas tomas aquí, otras tomas allá, se incluyeron unas imágenes en blanco y negro facilitadas por un videoaficionado que sólo filmaba arañas. Se dieron unos retoques con el ordenador, claro que, el retoque se limitó a unas letras en rojo que ponía "FIN", y que fue a lo más que fue capaz el único empleado del departamento informático; Demetrio Aceitúnez  (diploma de Lenguaje Basic en Academia Tony en 1984).

La película se estrenó y tuvo mucho éxito porque, pese a carecer del más mínimo argumento, las improvisadas y numerosas escenas filmadas por los cámaras con las zapatiestas de Juanito "El cafre" hicieron las delicias de los espectadores. A la salida del cine, un señor que llevaba un pin de Sylvester Stallone, manifestaba: "Do mejod que he vidto en adños". Su pésima pronunciación se debía a que, vergonzosamente,  se le caía la baba.