1/4/16

El gran Serman (may.2009)


Cuando Germán Sigüenza empezó a hacer sus pinitos como equilibrista, no era más que un revoltoso arrapiezo que corría persiguiendo al gato por el muro que rodeaba la casa. Nunca se cayó ni sufrió daño alguno, y era tan evidente su innata facultad para mantener el equilibrio que sus padres creyeron que aquello no podía deberse sino a una gracia divina.

Al cumplir Germán los quince años llegó al pueblo el Gran Circo Universal. Todo el pueblo sin excepción acudió con regocijo al acontecimiento. Germán disfrutó de la espectacular actuación del hombre bala, de los Hermanos Manfredonia “Los ases del trapecio”, de unos payasos que no daban ni miedo ni pena, sino que eran tan ocurrentes que arrancaban carcajadas. Y, claro está, los ojos de Germán se cuajaron de estrellitas cuando presenció el número de “Max Varga”; el equilibrista húngaro sobre la cuerda floja.  Al término de la actuación, el padre de Germán le preguntó a su emocionado hijo: "¿Te ha gustado?" A lo que el mozalbete respondió: “Lo que hace ese lo hago yo con los ojos cerrados y con un botijo colgado de los huevos”.

Una vez terminada la función Germán supo convencer a sus padres de que no dejaran escapar aquella oportunidad. Que habida cuenta de que era un completo desastre con los estudios y que las oportunidades de abrirse camino en el pueblo eran escasas, debía probar fortuna en el mundo del circo. Germán estaba convencido de que, a pesar de su corta edad, allí sí podría ser alguien, ver mundo, ser rico.

Esa misma tarde el director del circo accedió a hacerle una prueba a Germán. Le invitó a escalar el poste, subir a la cuerda floja y completar el tramo de quince metros con ayuda de la pértiga. Max Varga, contemplaba al imberbe muchacho con autosuficiencia, hasta el momento en que Germán propuso: “De acuerdo, pero lo hago sin red, con los ojos cerrados y con un botijo colgando de los huevos”.

Todos, excepto los padres, rieron hasta las lágrimas. Los padres, que conocían sobradamente las habilidades de Germán, sabían que aquello no era una bravata, pero no lograban acostumbrarse a vivir con el alma en vilo.

Le costó más al mozo encontrar una soga y un botijo que a Germán completar la prueba. Y el zagal lo hizo con tal naturalidad que provocó que aflorara una cólera contenida en el semblante de Max Varga. Esa misma noche el artista húngaro firmó su finiquito y el padre de Germán autorizó a su hijo, bajo contrato por tres años, a trabajar en el Gran Circo Universal.

Germán se convirtió en "El Gran Serman" y durante esos tres años viajó por medio mundo, recogió la admiración del público y se hizo más famoso de lo que jamás llegó a imaginar.

No tenía vicios caros, pero "El Gran Serman" tenía una gran debilidad: los pasteles. Se empicó en sus viajes; que si ahora me zampo unas trencitas fritas en Buenos Aires, que si ahora me ventilo unos pryaniki en Moscú... Consumía diariamente grandes cantidades de magdalenas, sobaos pasiegos, roscos, almendrados, mantecados, empiñonados y todo tipo de repostería fina o a granel, con lo que aquel delgado muchacho que salió una mañana del pueblo, al cabo de seis años se había convertido en un zampabollos con un sobrepeso de veintidós kilos.

Por extraño que parezca, con la obesidad, la habilidad de "El Gran Serman no decreció un ápice"; más bien, al contrario, los espectadores se quedaban perplejos al contemplar cómo aquel ballenato era capaz de bailar, de hacer piruetas y de merendarse, tan campante, un par de pastelitos de chocolate sobre la cuerda floja.

El director del circo sabía que "El Gran Serman" era la estrella y lo cuidaba como a un hijo –un hijo gordo, pero un hijo que era una mina de oro-. Lo sometía a exámenes médicos periódicos y a una tabla de ejercicios gimnásticos bajo la supervisión de Dimitri el acróbata. Aunque no perdía peso, asombrosamente el cardiólogo aseguraba que el corazón de "El Gran Serman" era un órgano incólume y los análisis clínicos presentaban unos registros del todo envidiables. ¿Y el azúcar qué, doctor? Nada, hombre, siga comiendo churros”.



Al cumplir "El Gran Serman"  los 25 años, y llevaba diez en la profesión, se casó en Estambul con Dadna "La Encantadora de Serpientes". Dadna era una valiente chica sevillana de Estepa, por lo que ni el día de la boda ni un solo día en la vida de Germán le faltaron los polvorones.

"El Gran Serman" era un hombre feliz. Se había cumplido su sueño de ser famoso, amaba a Dadna, le reconfortaba el calor y la admiración de su público, y disfrutaba como nadie con la repostería.

Una calurosa noche de verano, en su quinceava temporada en la ciudad de México, "El Gran Serman" se ventiló, antes de su actuación –y como el no quiere la cosa- medio kilo de gaznates. Relamiéndose escaló el poste hasta lo más alto, hizo la ritual reverencia, se deleitó con el redoblar de tambores, y echó a andar por cable de metal al que paradójicamente llamaban “cuerda floja”.



Cuando llegó a la mitad del trayecto, algo extraño ocurrió. "El Gran Serman" no supo qué hacía allí, no supo por qué mantenía los brazos en cruz y no supo ni siquiera recordar su nombre.



Y por no saber, ni siquiera supo caminar. Desorientado se pasó la lengua por los dientes, tragó la saliva azucarada, miró hacia abajo donde no había red y el equilibrista, por primera vez en su vida, perdió el equilibrio.

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