31/3/16

La caída (mar.2000)



Dedicado a la anciana que se cayó en la calle del Carme, una tarde de marzo.

A mis ochenta y cuatro años se agradecen tanto esos rayos de sol que entran por la ventana...  Qué bien esos rayos... Son una mano que suavemente me acaricia la piel. Con ellos esta habitación de hospital parece incluso alegre. Sin embargo no encuentro nada alegre en el  color blanco de estas cuatro paredes.

Me casé de blanco. Después de mi boda decidí que detestaba este color y por eso lo he evitado siempre que he podido.

Mi matrimonio con Antonio fue una gran equivocación. Celebro que no tuviésemos hijos porque entonces también ellos hubiesen sufrido, aunque en realidad lo verdaderamente digno de ser celebrado hubiese sido que lo hubiese abandonado mucho antes de su muerte. No lo hice... Antes no era como ahora. Las mujeres de mi generación tragábamos con todo. Sentíamos pánico de las habladurías... ¡Qué error...! ¡Qué pena...! No nos dábamos cuenta de que la vida es corta y que ninguna razón justifica el prolongar una relación desgraciada y sin sentido.

Me ruboriza reconocer que a los dos meses de la boda aborrecía a mi marido. Una noche que me sentía especialmente deprimida metí el vestido de novia en una bolsa de basura y me deshice de él. El álbum de fotos corrió la misma suerte. Pero me faltó valor para afrontar la decisión de dejarlo. Lo pospuse durante años... Qué imbécil.

Desde que desperté apenas siento dolores. Deben ser cerca de las cinco. No tardará en venir la enfermera con la merienda y el cargamento de medicinas.

Es primavera. Es primavera y deseo con todas mis fuerzas salir de aquí. En casa apenas tengo ocupaciones, es cierto. Podría seguir tranquilamente entre estas cuatro paredes porque a nadie le hago falta. No tengo a nadie, pero he de salir de aquí cuanto antes porque una muchacha a la que no había visto nunca antes del accidente me necesita. Una desconocida... Tiene gracia. Tal vez no sea una desconocida.

Hoy han venido unas vecinas de la escalera a verme. Me han traído revistas y libros, porque saben que me apasiona leer, pero apenas he dedicado tiempo a la lectura porque desde la caída, en mi cabeza sólo aparece la imagen de aquella muchacha que me auxilió en la calle.

He pensado mucho en aquella estúpida caída y aún ignoro cuál fue la causa. Ni siquiera estoy segura de que resbalara, ni de que alguien me empujara. Sólo recuerdo que acababa de comprarme unos jarroncitos en la tienda de veinte duros de la calle del Carme y que nada más pisar la acera me vi en el suelo. Súbitamente las palmas de mis manos sintieron la humedad de la acera y lo realmente enojoso no fue caerme sino mi incapacidad para levantarme. Me puse nerviosa. Todo esfuerzo resultó inútil. Se me cayeron las gafas. Estaba tan aturdida que ni siquiera me había dado cuenta de que no las llevaba. Fue un momento confuso, extraño.

Oí una voz de hombre que dijo "
¡Aquí están las gafas!". Y noté que se movían espesas sombras de transeúntes que se echaban sobre mí. Escuché murmullos como de abejas y unos brazos que trataron de alzarme. Por desventura aquellos brazos se mostraron tan torpes como mis piernas. En aquel infructuoso intento noté un dolor tan intenso en la pierna izquierda que creí no poder soportarlo. Era como si me hubiesen golpeado con una barra de hierro en mitad del fémur. Grité, tal vez más de una vez, y me entró el pánico porque me di cuenta de que aquella caída había traído consecuencias.

Lloré de dolor y de rabia, porque a mi edad resulta muy penoso sentirse desvalido. En mi angustia quise averiguar si  en el suelo había algo con lo que hubiese podido tropezar, pero mi vista estaba nublada. Reclamé entonces mis gafas e inmediatamente la figura de una mujer se acuclilló frente a mí para deslizarlas sobre mis orejas. Una mano suya acarició mi mejilla y agradecí aquel gesto como el mejor de los remedios.

Entonces vi su rostro iluminado por la luz de la farola. Era una muchacha de unos veintitantos, de media melena, de tez muy blanca y cálida sonrisa. Me preguntó cómo me había caído y en ese primer momento pensé que la conocía. Me era familiar tanto su fisonomía como su voz. Le dije que no lo sabía y le pregunté quién era ella. Había tal jaleo que no sé si me respondió, sólo sé que sonrió, y  que oí la sirena de la ambulancia abriéndose paso entre el murmullo del corro que había a mi alrededor.

Alguien me cubrió  las piernas con una prenda áspera y al cabo de poco rato, en el que sentía que me faltaba el aire, oí la voz del enfermero que me animó a mantener la calma, que todo iba a ir bien. Otra  voz masculina le avisó de que fuese con cuidado, que tenía la pierna rota. No me alarmó la noticia porque ya me lo había imaginado. Unos brazos más hábiles me levantaron del suelo y con suma facilidad me trasladaron a la camilla. La calle se había teñido con destellos anaranjados. Distinguí algunos rostros. En algunos ojos leí compasión.

En el interior de la ambulancia me sentí más protegida, pero, como el vehículo tenías las puertas abiertas, seguí escuchando durante un rato el rumor de los curiosos.

Regresó el dolor y me llegó una voz grave que contaba a alguien que me había mareado. También escuché débiles voces de niños, y otra vez escuché la voz de la muchacha que me había puesto las gafas. "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...".

Aquella frase, que me llegó nítida,  me resultaba tan familiar... y luego escuché la voz airada de él y lo entendí todo. "
¡Eres tú que te entretienes!". 

Me incorporé como pude para ver la cara del hombre, porque tenía un presentimiento, pero el enfermero ya estaba cerrando la puerta y me dijo que volviera a acostarme.  Le dije que por favor esperase, que tenía que ver a la muchacha y al hombre que estaba con ella. El enfermero debió suponer que eran mis familiares. Abrió la portezuela y... allí estaba la chica y estaba él.
"¿Van a subir?" apremió el enfermero. El hombre dijo que no y se rió sin sustancia. Y resulta paradójico que reconociera a mi marido por su sardónica risa. Él que casi nunca reía.

No puedo comprender qué hacía Antonio allí, con el aspecto de hace cincuenta años. Y qué hacía yo allí, a su lado, con mi aspecto de hace cincuenta años. No comprendo por qué me encontré con esos dos desconocidos, que éramos Antonio y yo misma. Pero lo único que sé es que he de buscar a esa muchacha y contarle... anunciarle lo que se le espera.
  
Al día siguiente de la operación, empecé la búsqueda de la chica que me auxilió el día de la caída. Y la busqué con la única herramienta de que disponía en la habitacion; el teléfono. Llamé a Mayca, una buena mujer a la que hace muchos años confié un duplicado de las llaves de casa, y le pedí que me trajera del armario un viejo álbum de fotos de lomo encarnado.

Seguramente pensó que era una solicitud extraña, pero no me hizo preguntas. Al día siguiente Mayca me vino a ver, asiendo una bolsa que contenía el álbum. Aquel álbum recogía fotos previas a mi boda. Arranqué una foto mía y se la di a mi vecina. Le dije que buscara a aquella chica, que era muy importante dar con ella y por supuesto me cuidé mucho de decirle que aquella mujer  era yo misma. Me hubiese tomado por demente. Con un gesto de perplejidad me preguntó que cómo iba a encontrar una mujer joven con una foto que se veía claramente que era antigua. Improvisé una mentira que creo que se tragó; la de la foto era la abuela de la chica que me había auxiliado. Y ambos rostros eran como dos gotas de agua.


Pensé que si realmente aquella chica era yo misma poco antes de la boda, tenía que vivir con mis  padres; en el once de la calle Elisabets.

Escribí una breve carta diciéndole a la  muchacha que tenía que contarle algo de vital importancia, y que tuviera la bondad de llamarme por teléfono o que viniese al hospital, ya que yo aún tenía para unos cuantos días de estar allí.

Metí la carta en un sobre y dudé al escribir las señas del destinatario. Naturalmente escribí Carmen Fábregas; mi nombre.  Luego pedí una guía telefónica de calles y busqué el once de Elisabets, pero todos los nombres que aparecían me resultaban desconocidos. Mi cabeza hervía en un mar de confusión. En la época en la que yo vivía con mis padres no teníamos teléfono.

Constantemente venía a mi cabeza la frase de aquella muchacha; "Vamos, Antonio. Que aún tenemos que ir a pagar el restaurante...". Y sabía que se refería al convite de boda. Conocía el restaurante. Llamé por teléfono y pregunté si se había hecho alguna reserva a nombre de Antonio Vega, mi marido, o de Carmen Fábregas. Me dijeron que no.

Durante aquellos tediosos días hice un montón de llamadas y escribí algunas cartas más.  Vinieron  más vecinas a verme y todas ellas se llevaron alguna foto. Desgraciadamente ninguna de ellas me dio la noticia que yo esperaba.

Estuve en el hospital casi un mes. Me devolvieron a casa en otra ambulancia blanca y me asignaron una enfermera, Sandra, con la que compartiría buena parte del día y con la que haría mis ejercicios de recuperación. Sandra estuvo conmigo seis semanas. Me acostumbré pronto a moverme por casa con la muleta. Al principio no me dejaban salir a la calle, pero luego empecé a dar cortos paseos con Sandra.

Un día Sandra accedió a acompañarme al piso de la calle Elisabets. Afortunadamente era el entresuelo y sólo tuve que subir unos pocos escalones. Llamé a la puerta y yo, que en esta vida las he visto de todos los colores, tuve un miedo atroz. Sentí pánico a lo desconocido y antes de que alguien abriera la puerta empecé a bajar las escaleras. Antes de completar el tramo,  la puerta se abrió con el ruido de los goznes que jamás fueron engrasados. Me giré y distinguí un hombre joven, muy delgado y pálido... con el cabello muy largo y un aro plateado en una aleta de la nariz. Un perfecto desconocido. Me preguntó algo en un idioma que no entendí y le dije que perdonase, que me había equivocado.

Habían transcurrido once semanas desde la caída. Había perdido la esperanza de localizar a aquella muchacha y me sentía muy deprimida. Me daba cuenta de que no había podido avisarla  de que su matrimonio estaba condenado al fracaso. Me consolaba pensando que si hubiese tenido la oportunidad de contarle mi vida, probablemente ella hubiese creído que era una vieja inoportuna a la que le faltaba el juicio.

Pensé en consultar a un parapsicólogo, a alguien con experiencia en fenómenos paranormales. Pero... tengo ochenta y cuatro años, vivo sola y quiero seguir así, de modo que no me interesa para nada que haya quien piense que estoy como para que me encierren. 

Tengo la gran suerte de vivir desde hace muchos años en frente de la Biblioteca Nacional de Catalunya. La he visitado en infinidad de ocasiones. Al principio para estudiar temas relacionados con mi profesión de maestra de literatura y después de la jubilación, por el simple placer de leer un buen libro.

Ayer decidí coger la muleta y llegarme sola hasta allí. El conserje  me conoce. Me dijo que hacía mucho que no iba por la biblioteca y le conté lo sucedido. Luego pensé que nosotros, los de nuestra edad, a veces no nos damos cuenta de que contamos a los demás cosas que a ellos no les interesan. Bueno, paso muchas horas sola, así que si tengo ocasión de cotorrear un poco aprovecho la ocasión.

Pasito a pasito recorrí el largo y xiloideo pasillo hasta los cajones temáticos. Busqué en parasicología. Encontré una ficha cuyo título me cautivó y decidí solicitarlo. Rellené el impreso y al cabo de veinticinco minutos tenía el ejemplar en mis manos. Me senté en uno de los bancos, estuve leyendo durante más de tres horas y luego devolví el libro.

Salí de la biblioteca cuando estaban a punto de cerrar. Regresé a casa. Había leído muchas cosas interesantes y otras no tanto, pero mediante aquellas páginas había descubierto que yo había experimentado un desfase temporal. Que en mi vida, como si fuese una cuerda, se había hecho un nudo en el que pasado y presente se habían encontrado. Ese nudo rara vez dura más de cinco segundos. A todo el mundo le pasa, pero la mayoría de las veces no somos conscientes de ello. Puede que uno vaya por la calle y se cruce con su pasado montado en un taxi, puede que uno suba en ascensor y su pasado baje por las escaleras... Pero ¿
Y si le hubiese agarrado muy fuerte la mano cuando me acarició la mejilla?...


A mi edad, cuantos menos enigmas mucho mejor. Una ya empieza a pensar con asiduidad en el Gran Enigma, en lo qué viene después de la muerte, y con ese misterio ya tengo suficiente. Por eso, por liberarme de lucubraciones, estoy agradecida a Alí.

Alí es el chico de la abacería de enfrente de mi casa. Es un chico muy amable, pero le compro rara vez porque sus productos suelen ser algo más caros que en el súper.  Esta mañana no tuve más remedio que comprar un cartón de leche y él me preguntó por mi salud. Le dije que me encontraba más animada y él me dijo que me vio caída en la calle y que fue una suerte que mis gafas no se hubieran roto. Quemando el último cartucho le pregunté si sabía quién era la muchacha que me puso las gafas. Y él, con una blanca sonrisa me respondió; "Señora Carmen, las gafas se las puse yo mismo".

Fue algo inesperado, pero que me causó bienestar. Aunque sea una persona mayor, quiero seguir aprendiendo para poder comprender. Aunque me asalten a veces situaciones que, por más que intente, jamás podré entender.

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