22/3/16

Aeropuerto de Kabul (2000)



Relato publicado en la web Ariadna-rc.com (2000)

Estoy inquieto.  Un topo infiltrado en la CIA -al que llamaremos Sr.Henry-, nos ha pasado el chivatazo de que el famoso espía industrial “El comadreja” va a intentar pasar a Occidente documentos secretos robados a una multinacional japonesa. Aunque en el C.I.A.E (Cuartel Itinerante de Agentes Especiales) hemos contado  con poco tiempo, nos hemos empleado a fondo para preparar un dispositivo policial que nos permita detener al mastuerzo. Y aquí estamos; cincuenta agentes de Interpol vestidos de paisano repartidos por el aeropuerto de Kabul. Si los yankies esperan a “El comadreja” en New York, está claro que éste debe tomar el avión de madrugada.  El agente Lorimer se ha disfrazado de azafata y Verónica se ha pintado un bigote y pasa por el comandante de vuelo Quilmuk –según reza el letrero de su chaqueta azul -.  A mí se me ha asignado una silla de ruedas, para despistar. Al menor indicio de llegada de “El comadreja” saldré disparado empuñando el quitapenas. Espero  que, en caso de disparar, yo sea más rápido que él.

Fitzpatrick
y Momb,  han sustituido eventualmente a los dos oficiales afganos de revisión de bultos.  Acaban de dejar pasar a una campesina sospechosa. Lleva un capazo completamente lleno de lechugas. Los policías han arqueado una ceja cada uno y observan cómo desfila hacia el área de embarque. En megafonía alguien ha dicho  algo en afgano. Tengo cerca  un sujeto joven, cobrizo y con un turbante,  y le pregunto en inglés si sabe lo que han anunciado. Él me responde que sí. Desvela que una tormenta solar impide salir a los aviones. El joven, solícito, añade que la nube magnetizada de partículas solares afecta a los satélites y toda comunicación se hace imposible. Aquel sabelotodo me parece muy sospechoso, así que a partir de este momento no pienso quitarle el ojo de encima.  Bien podría tratarse del famoso espía.

Un anciano uzbeco, con un estuche para guitarra eléctrica, pasa ahora sonriendo a los policías. Se nota a la legua que es uzbeco porque lleva una camiseta negra en la que se lee “I am uzbecous”. Debe de haber algo sospechoso en su sonrisa rala porque Fitzpatrick se ha empeñado en registrar el estuche musical una o otra vez. Finalmente decide dejarlo pasar porque se está formando una cola de mil demonios.  Puedo leer la  contrariedad en los rostros de los policías. Un estuche para guitarra eléctrica. Las apariencias engañan. Uno nunca sabe lo que es y lo que no es.

El viejo músico sigue el camino de la porteadora de lechugas.  Con los dedos acaricio el seistiros y en ése preciso instante suena un estruendo en la sala de espera. Los policías se levantan de sus asientos y yo salto de la silla, empuñando mi revólver, para contemplar avergonzado cómo un crío trapisondas se parte de risa después de reventar una bolsa de plástico a espaldas de su asustado y presunto hermano.  Regreso a mi silla lo más dignamente que puedo. Un chico joven y menudo de raza negra me pregunta en pasbtu si me encuentro bien, respondo en inglés que sí –el pasbtu no lo domino-. Ambos vemos mi arma en el suelo. Se me cae la cara de vergüenza porque quien tiene que recogérla es él.

Me ruborizo como una colegiala e improviso una torpe historia para argumentar el repentino abandono de la silla de ruedas. El hombre me pregunta si el vuelo se va a demorar mucho. Le contesto que no lo sé, y que lo mejor que puede hacer es dirigirse a información. Lo veo un poco desorientado, así que me brindo a acompañarlo y él se presta a empujar mi silla de ruedas. El hombre me ofrece un cigarrillo, saca uno para él y le doy  lumbre. No me importa que sea tabaco negro.
 

Después de acompañarlo me da las gracias y yo regreso a mi estratégico punto, desde el que puedo observar a los viajeros que han de embarcar. Pasa en estos momentos un sujeto caucasiano, con el torso desnudo y el pelo teñido de amarillo. Sin equipaje. Altamente sospechoso porque hace tanto frío que hasta los osos llevan abrigo. Fitzpatrick lo conduce a la cabina de registro. Estoy atento a cualquier movimiento que pueda identificar a “El comadreja”.

Suena mi teléfono móvil. Es el jefazo. Me llama idiota. Y me informa a grito pelado que “El comadreja” ha pasado por delante de nuestras narices y que, menos mal que estaban los de refuerzo al quite que si no...

Le pregunto que quién ha resultado ser “El comadreja” y, muy enigmático,  me contesta:  “Si lo quiere saber, lea la última palabra de los cinco primeros párrafos”.

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