24/3/16

Su propia jaula (Feb.1999)

A Sara le sabía el café con leche, lo mismo que si estuviera tomando una taza de serrín. Era incapaz de probar bocado. Desde la noticia, sus dientes sudaban vinagre y se le erizaba la piel cada vez que abandonaba el comedor para entrar en otra habitación. 

Esa noche estaba frente al televisor, castigada a sus pensamientos, sin importarle a cuántos forajidos se había cargado ya Clint Eastwood. De vez en cuando cambiaba de canal, pero en la mitad de las cadenas daban anuncios y en la otra mitad noticias.

Y no quería oír hablar de más muertes durante unos días.

Trataba de mantener su cabeza a salvo del miedo. Intentaba pensar en la lista de la compra, en llamar a sus padres, en que mañana sería día veinte y que, con las declaraciones del IVA iba a haber mucho ajetreo en el banco...

El revólver de Eastwood volvió a echar humo, y a Sara le regresó a la mente de forma inevitable el rostro y las palabrasde la señora Conchita.

"¿No te has enterado, hija? Han asesinado a la profesora de baile del entresuelo segunda!".

Sara encajó la noticia sintiendo la brutalidad que despedía cada vocablo y comprobó en  los ojos turbios de la vecina la magnitud de la tragedia. En aquel momento Sara sintió un escalofrío, un estremecimiento que le metió bajo la piel una serpiente de hielo. Incluso hubiera jurado que, mientras conversaban de pie en el umbral, un cuerpo frío e invisible,  había rozado su hombro y se había colado en el recibidor. Fue una sensación muy extraña y desde entonces se sentía intrusa en su propia casa, sobre todo cuando el silencio parecía no caber entre las cuatro paredes del comedor.

Le sorprendió el final de la película y volvió a cambiar de canal. Un apuesto locutor daba las últimas noticias. No quería escucharlo. ¿O sí quería?. El caso es que intuyó que se referiría al asesinato de Mercè Reig y aguardó.

No se equivocó. El informador desapareció de pantalla y una voz en off narró los hechos con la imagen de las fotos de la muchacha.

Sara siempre había sentido aversión por los retratos de difuntos. Con sus ojos, sus colores, sus sonrisas perdidas.


"A primera hora de esta mañana se encontró, en su domicilio de la calle Barra de Ferro,  el cadáver de la joven de veintiséis años Mercè Reig, cuyo cuerpo presentaba doce heridas de arma blanca.  La mujer fue encontrada por su novio que..."

Apagó el viejo televisor. Entró en el lavabo, abrió el grifo y agradeció el agradable sonido del agua. Se descubrió en el espejo y advirtió sus ojeras y su alarmante palidez.  Pensó que, para ir a trabajar a la mañana siguiente, el maquillaje iba a resultar un buen aliado.

Comenzaba a notar sacudidas en la cabeza. Se tomó un tranquilizante en la gélida cocina.

Su habitación era la mismísima Antártida. Se desnudó y, con un suave masaje, se aplicó tantum en un hematoma que le había salido en el muslo.

Eran las 23,28 cuando se metió en la cama. Tres cuartos de hora después seguía con los ojos como platos. Decidió escuchar algo de música relajante, así que conectó la  radio e inesperadamente la asaltó un estridente rap a todo volumen. Su desbocado corazón arrancó a galopar embravecido y Sara sintió que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro.


Apagó de un porrazo el aparato.  Se tomó otro somnífero con agua y, sin muchas esperanzas, trató de conciliar el sueño.

Vio venir un hombre vestido de negro con una bandera. Él se iba aproximando con timidez, mientras ella permanecía inmóvil. El hombre se fue acercando hasta que el borde de la bandera comenzó a rozarle la cara. Sara descubrió el rostro cuajado de arrugas del anciano y su sonrisa rala, que era una mueca negra. Quiso correr, pero no pudo. No tenía piernas. El viejo comenzó a agitar el estandarte con sus escasas fuerzas, a la vez que lloraba de forma inconsolable. Ella sudaba y sentía que a cada banderazo le faltaba la respiración. En un impulso feroz la bandera golpeó su cara tan fuerte que la arrojó a un precipicio que nacía a sus pies.

Despertó con un grito ahogado, poco antes de estrellarse.
Notó su cuerpo empapado bajo las sábanas y su cabeza parecía albergar una competición de martillazos. Eran las tres y diez de la madrugada y ya no habría forma de volverse a dormir.

Cuando aún no entraba luz en la habitación, un timbrazo resonó en toda la casa. Siempre quiso instalar un timbre de esos que tocan cancioncillas, pero nunca se acordaba de comprar uno. De hoy no iba a pasar.

Miró la hora. Faltaban cinco minutos para las siete, hora en que sonaba cinco días por semana el despertador.

Se levantó y echó un vistazo por la mirilla de la puerta. Era la señora Conchita. Abrió.

- Buenos días, hija. ¿Estabas levantada? Sí, ¿verdad?  Oye, que ya han cogido al que mató a la vecina.
‑ ¿Qué?
‑ La Filo... me dijo que lo habían pillado. En un bar de la calle Argentería. Se ve que era un drogadicto con el síndrome de abstinencia.
- ¡Vaya!. Pero ¿Por qué? ¿Por qué la mató?
- No se sabe, hija.

Sara pensó que la marra de información de la señora Conchita no iba a impedir que divulgara la noticia por doquier, hasta que todo el vecindario acabara por aburrir el tema.

Se sintió aliviada por la eficacia policial, pero seguía sintiendo náuseas cada vez que pensaba en Mercè Reig.

Cuando Sara salió a la calle reparó en que, de un momento a otro, se iba a poner a llover. El cielo estaba cubierto con una nube tan negra que parecía no haber amanecido. Como no llevaba paraguas regresó al portal, subió al ascensor y luego fue a meter  la llave en la cerradura de casa. Abrió. Antes de dar un paso escuchó, claramente detrás de la puerta una risa corta y asmática. El pánico cayó sobre ella como una alimaña. Cerró de golpe. Bajó las escaleras tan deprisa como pudo hasta el primer piso y llamó a la tercera puerta.

- ¿Quién...?
- Soy Sara ¿Me puedes abrir?     
- ¡Sara!. Hola guapa. ¿Pasa algo?

El inquilino del primero tercera era un joven, soltero y algo tarambana que combinaba sus reportajes fotográficos, con su afición desmedida a escribir obras de teatro. A Sara le caía bien porque las veces que habían hablado había demostrado tener sentido del  humor. Le  recordaba a Eduard, su novio. O debería decir, ex-novio.

- Tienes que hacerme un favor. He subido a casa a buscar el paraguas y... bueno, tengo la sensación de que hay alguien allí...
No me atrevo a entrar sola.

Subieron los dos. A él le gustó que una chica le diese la oportunidad de demostrar su determinación y valentía.

Sara esperó en el rellano y  él inspeccionó cada una de las habitaciones. El cuarto de baño: vacío. La cocina: vacía. El dormitorio: vacío y con la cama sin hacer. Echó un vistazo en el armario ropero. Luego dijo para tranquilizarla: "Nada. Todo está vacío. Bueno, todo no, el frigorífico está bien provisto". Ella sonrió y entró a coger el paraguas, regalo del banco.

- Te invitaría a un café, pero es que ya voy con retraso ‑dijo Sara‑
- Claro ¿Tal vez esta noche...?
- Lo siento, pero no estoy de humor. Quizás en otra ocasión. 

La lluvia, el viaje en metro, todo  le causaba desazón. Como había supuesto, la jornada laboral se había hecho interminable. Y además había tenido que soportar la vergüenza de que el director le llamase la atención por perder los nervios ante la larga y enojada cola de clientes a los que les importaba un comino que los ordenadores se hubiesen quedado colgados. Trató de enterrar ese mal rato caminando unos minutos a la deriva, agradeciendo que el aire refrescase sus mejillas. Lo malo era que volvía a tener la sensación de que un cinturón de acero le presionaba el cerebro.

A la salida del metro de Jaume I compró el periódico y más adelante algo de fruta. 

Al llegar al portal de casa, pensó en pedirle de nuevo al chico del primero tercera que inspeccionase la casa, pero desechó la idea. Probablemente aquella risa arrancada a la disnea había sido cosa de su imaginación y además, tarde o temprano tendría que entrar sola. Así que se armó de valor y subió al ascensor, para evitar pasar por el entresuelo del crimen.

Abrió la puerta de casa. No escuchó ningún ruido sospechoso;  ni risas, ni jadeos, ni el sordo silencio de cuando alguien oculto está observando.

Una vez hubo registrado cada rincón de la casa, cerró la puerta y las ventanas a cal y canto. Se sintió más tranquila. El reloj de cuco marcó las seis de la tarde y decidió llamar a sus padres. En ese preciso instante el teléfono sonó. Su agudo sonido le recordó que una vez más, había olvidado comprar el timbre para la puerta.

- ¿Sí?
- ¿Es vd. Sara Calero?
- Sí, soy yo. ¿Quién...?

La comunicación se cortó. Era una voz de hombre. Una voz común, más bien grave e impersonal. ¿Por qué había colgado? ¿Quién era aquel sujeto? ¿Qué quería? Tal vez sólo se tratara de un gracioso, aunque a Sara no le había hecho ninguna gracia. Luego pensó que quizás el desconocido sólo quería saber si ella estaba en casa, pero en ese caso parecía innecesaria cualquier pregunta. Comenzaba a sumergirse en los más sórdidos pensamientos cuando el teléfono volvió a sonar.

- Dígame.
- ¿Es vd. Sara Calero? ‑dijo la misma voz de antes‑
- ¿Quién es vd? ¿Qué quiere?

Hubo un segundo en el que Sara creyó que el hombre iba a colgar de nuevo y entonces no podría por más que ponerse histérica. Por suerte, el hombre habló.

- Antes se cortó la línea. Soy el teniente de policía Alfonso Pacheco. Querría formularle algunas preguntas sobre el asesinato de Mercedes Reig.

- Bien...
- ¿La conocía vd. mucho?
- No, realmente habíamos hablado poco, aunque durante unas semanas mi novio y yo estuvimos yendo  a  clases de bailes de salón, donde ella era profesora.
- ¿Qué clase de mujer era? ¿Era sociable?
- No sé... Creo que sí. Parecía ser una persona extrovertida...
- Exceptuando al chico con el que salía ¿La había visto en compañía de alguien últimamente?
- No, la verdad.     
- ¿Está segura? Trate de hacer memoria. Tal vez se cruzó con ella...
- Lo recordaría, creo. No. Estoy segura de no haberla visto con nadie.     
- ¿Recuerda haber visto a algún desconocido en la escalera en los últimos días?
- Bueno, en el primer piso hay una gestoría, así que con frecuencia me cruzo con personas que no conozco.
- Naturalmente, no tendrá ni idea de quién y por qué asesinaron a Mercedes Reig ¿verdad?
- No. Lo siento; ya le dije que apenas la conocía.
- Bueno, no la molesto más. Le agradecería que tomase nota del teléfono de mi despacho. Le ruego que si le viene a la memoria algún detalle, por insignificante que le parezca,  nos llame sin dilación.
- De acuerdo ¿Su nombre, me dijo...?
- Teniente Pacheco.

Anotó el nombre y el número de teléfono, y lo dejó sobre la mesita. No comprendía por qué la policía seguía investigado el caso si, como había dicho la señora Conchita, habían atrapado al asesino.

Sara llamó por teléfono a sus padres, y estuvieron hablando un buen rato. Su madre preguntó si Eduard y ella habían hecho las paces. Sara zanjó la cuestión con un "no" y no pudo evitar  mostrarse irritable cuando su madre le dijo que se había enterado por la tele del caso de la muchacha asesinada. Luego rehusó cenar y se tumbó en el sofá, alternando la tele con la lectura del periódico. Las noticias sobre el homicidio de Mercè Reig habían sido breves y no aportaban ninguna novedad.  Ni en el diario ni en el telenoticias se  hacía la más mínima alusión a la captura del drogadicto. Sara pensó que la madrugadora historia de la señora Conchita no había sido más que un bulo.

De pronto, sin motivo aparente, recordó que, hacía pocas semanas, había visto a Mercè Reig en el portal de la casa diciendo adiós con la mano a un hombre joven que caminaba hacia la calle Princesa ¿Cómo no se había acordado? Tal vez porque no los vio juntos. Era un hombre muy  alto, moreno, con gafas de sol... No era su novio. De eso estaba segura porque lo conocía. Eran las 21,45 y llamó de inmediato al teniente Pacheco.

- Diga. ‑dijo una voz de tiple‑    
- Con el teniente Pacheco, por favor.
- Creo que se equivoca. Aquí no hay ningún Pacheco.  
- ¿No es la policía?  
- ¿Qué es esto, una broma?  

Sara colgó y marcó de nuevo. Volvió a escuchar la misma voz de mujer. Sintió miedo. Quería creer que se había equivocado al anotar el número, pero algo le decía que el hombre de la voz grave le había tomado el pelo. Que tal vez la quería asustar.


Estuvo mucho tiempo dándole vueltas al asunto hasta que se convenció de que aquel detalle era fútil y que seguramente había anotado mal el número.  Se encontraba agotada, rendida en el sofá y  envuelta en una manta. Y así la encontró el sueño. Un sueño profundo y febril.

El chico del primero tercera dijo "Nada" y entró en casa. Cuando salió llevaba el risueño rostro de Eduard. Su novio la consoló, la abrazó y la besó en la frente, apartándola de la ominosa oscuridad. Le acarició el cabello y el cuello. Sara se sintió flotar, estar en la cubierta de un buque con el viento limpiando su cara. "Nada", repitió el joven mientras levantaba el brazo para buscar algo sobre el mueble de cocina. "Nada", musitó con una sonrisa que Sara no advirtió porque sus ojos no se despegaban de la inquieta mano que palpaba la superficie superior del armario. No vio descender el cuchillo hasta su pecho. Se sintió morir y también sintió que se salvaba, porque un segundo antes de  la muerte la pesadilla se desvaneció y Sara se encontró en el sofá, jadeando, liada y medio ahogada con la manta.

Cuando sonó el despertador en su habitación, le pareció que había dormido tan sólo cinco minutos.  Quiso llamar al banco y decir que no se encontraba bien, pero pensó que por lo menos allí no estaría dándole vueltas a la cabeza.

Se vistió y se maquilló. Subió a la báscula y dudó de si el éxito del régimen de adelgazamiento se debía a la dieta o a los nervios de los últimos días.

Cuando se estaba tomando el café con leche, sonó el timbre del interfono.

- Sí?
- Policía.

La brevedad de la respuesta le pareció tener la misma intención de un insulto, de una amenaza. Tuvo miedo.

Abrió la puerta y observó a dos hombres gigantescos subir las escaleras. Se podía oír cierto alboroto en el entresuelo y dedujo que procedía del piso de Mercè Reig.

- ¿Sara Calero? ‑el hombre de poblado bigote mostró enérgico una placa‑. Comisario Peralta, de Homicidios. Éste es el teniente Pacheco. Querríamos confirmar algunos datos.

Sara comprendió que si el tal teniente Pacheco existía, debía haber anotado mal el  número de teléfono la noche anterior.

Se diría que el rostro del comisario era el de alguien poco acostumbrado a sonreír. Sus preguntas carecían de ambages y, pese a ser un hombre robusto, movía cabeza y manos con agilidad.

- Hemos podido confirmar que la noche de autos, Mercedes Reig recibió la visita de una persona a la que conocía...
- La vi con un chico no hace mucho ‑se precipitó a decir Sara interrumpiendo al policía‑.
- Ya.
- Era alto, moreno. No me fijé mucho porque fue sólo un instante... de eso hace semanas...
- Bueno, ya lo investigaremos más adelante.

A Sara le chocó la falta de interés del comisario, que ni había tomado nota de nada, ni parecía importarle lo que le estaba contando.

- ¿Sospechó alguna vez que Mercedes  Reig mantuviera relaciones con...?
- No, no.  Aparte  de lo que le he contado,  nunca la vi con un hombre...    
- Disculpe ‑cortó en seco el comisario‑. Le estoy preguntando si sabía que Eduard Cáceres, que hasta hace unas semanas era su novio, estaba saliendo con Mercedes Reig.

- No -expresó con un hilo de voz-
- Hemos encontrado evidencias de que el asesino de Mercedes Reig fue una mujer y...
- En ese momento un policía subió las escaleras y se dirigió al comisario.
- Comisario...

El agente le contó a Peralta algo al oído y el teniente Pacheco pareció entender.

- Vale, Gómez. Derechitos a Comisaría ¿eh? -ordenó el comisario-

El agente bajó veloz las escaleras.

- Señorita, no hemos encontrado huellas, ni el cuchillo del crimen, pero sí algunos cabellos que no corresponden a los de la víctima.

Sara leyó el resto de la historia en los brillantes ojos negros del comisario. Sabía que ya sólo era cuestión de tiempo. Que  cuando la llevaran a Jefatura comprobarían que los cabellos encontrados coincidirían con los suyos  y que el hematoma de su muslo lo había causado la propia víctima en su desesperada e inútil lucha por vivir.

Aquella noche había bajado al piso de Mercè Reig  para implorarle que se apartase de Eduard, pero aquella mujer había hecho oídos sordos. La había recibido con indiferencia y permitió que Sara multiplicara las súplicas mientras preparaba la cena y respondía con frases de desprecio. La creciente irritación de Sara terminó por sellar  sus labios y entonces su mano encontró un cuchillo. Y su brazo cayó como un relámpago sobre el pecho de la mujer. Se desplomó esa primera vez y Sara repitió la acción. Y continuó su enloquecida masacre hasta que el agotamiento le concedió unos instantes de lucidez que le permitieron llevarse consigo el arma y más tarde hacerla desaparecer.

Y antes de salir por la puerta, que sólo iba a entornar, limpió la única huella que había dejado; en un timbre ancho y metálico que tocaba cancioncillas.

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