23/3/16

Sabor perdido


Relato premiado en el Cetramen Literario de Nou Barris
Ahora a cualquier cosa llaman sopa.  Yo recuerdo la que hacía mi madre.  Ella decía que mi hermano y yo éramos soperos, pero lo que pasaba era que el contenido de aquel plato hondo y humeante era una bendición.

- ¿Se va a comer la sopa o no?
- Esto no es sopa.

Esto no es sopa ni es nada. En la residencia nos toman por idiotas o se creen que hemos perdido el paladar. No sé. Sí que es cierto que la sopa ya no sabe igual que antaño. Tal vez tengan razón que a nuestra edad se pierde el gusto. ¡Cómo detesto la frase "está perdiendo facultades"!. Como se la oiga alguna vez a mi hijo, lo mato.

- Se le va a enfriar la sopa.
- Esto no es sopa, le he dicho.
- No quiero discutir con Vd. Si no la quiere no se la tome.

Ahora ya nada sabe igual que antes. No me refiero al antes de cuando era joven y perseguía mocitas en la plaza del pueblo. No soy tan iluso. Aquello queda tan lejano que cuando me viene a la memoria la infantil imagen de Meritxell y aquellos labios primerizos, me da la sensación de que es un fotograma de alguna película en la que el protagonista no soy yo. Me alegra al menos ser capaz de identificar esas visitas sorpresa de Meritxell, y acordarme de ella y de sus labios rosas. Y de sus pecas y de sus ojos llenos de estrellitas. Y cómo no; de aquella noche fantástica y única en la que vino a jugar a casa y, como se puso a llover de improviso y se hacía tarde, mi madre avisó a la suya de que la niña se iba a quedar a cenar. Y aquella fue nuestra primera cena juntos. Aunque no solos. Mamá nos sirvió la sopa y aquella noche papá no sorbió el caldo directamente del plato. Ella y yo nos mirábamos, de eso también me acuerdo. Y ella sonreía y decía con su voz de niña que la sopa estaba muy buena. Y mamá decía que no ponía en la olla nada excepcional, pero yo sabía -siempre lo he sabido- que ella hacía una sopa excepcional, porque ponía siempre el corazón en todo cuanto hacía. 

- Espero que el segundo plato le guste más.
- Grrr.

Gruño. Cuando he de responder, pero me parece que da igual lo que responda, gruño. A ellas les da igual. Hacen lo que les place. Me creen un viejo huraño y protestón. No comprenden que a mi edad todo me resbala. Cuando uno es joven -o menos viejo que yo- no es consciente de la cantidad de años y de experiencias diversas que uno ha vivido. Por eso a veces los recuerdos se amontonan y dudo de si son realidad o fantasía.

Alfredo está peor que yo, el pobre. Estamos conversando tranquilamente y, de golpe y porrazo, me habla de cosas que ni van ni vienen. Yo le pregunto si su madre hacía sopa. Me responde que sí, pero yo sé que no se acuerda. Muchas veces él se distrae mirando por la ventana, pero yo sé que lo que ve no es lo poco que acontece en el jardín. Se distrae recordando, dejando a la deriva su memoria. Tal vez se acuerde de alguien como Meritxell.

- Sardinas. Cómaselas todas, a ver si va a caer enfermo.

Sardinas. Como si no lo supiera. Como si una sardina pudiese pasar por otra cosa que no fuera una sardina. Por el olor sabía que había sardinas mucho antes de verles la cara. Y dicen que perdemos facultades.

Palmira.

- Ja, Ja, Ja.
- ¿De qué te ríes?
- De mí.

Me río. Alfredo no se ríe nunca. Se hubiese reído por lo menos una vez si se hubiese casado con Palmira. Y hubiese sido feliz, porque Alfredo, aunque taciturno, tiene mejor carácter que yo. Me he reído porque me he acordado de Palmira.
El día en que anuncié a mis padres que la iba a traer por primera vez a comer a casa, mi madre inmediatamente inventó un menú sofisticado. Le pedí por lo que más quisiera que se olvidase del caviar, de las ostras y de la mojama, y nos obsequiase con una estupenda sopa. No me acuerdo qué hubo de segundo plato.  A Palmira la sopa le encantó, le pidió la receta a mamá y ella le contó, con una sincera sonrisa, que no había ningún secreto;  cebolla, patata, chirivía, col, zanahorias, nabo, apio, puerro, carcasas de pollo y rodilla o espalda de ternera. Tres horas y media al fuego, y sin añadir sal. Yo siempre pensé que había algo más, pero nunca fui curioso, ni me interesé por la cocina para averiguar el misterio. Lo lamenté durante años, ahora ya no porque estoy seguro de que el secreto estaba en sus manos.  Tan pesado me hice con la sopa de mi madre, que un día Palmira quiso probar a hacerla a su manera. 

- ¿Decías algo?
- No. Me acordaba de la sopa de mi madre.
- ¡Otra vez con la sopa!
- Ja, ja, ja.

Alfredo se levanta. Se ha terminado las sardinas. Sé que irá camino de la ventana. ¡Qué vocinglero es a veces! Me pregunto por qué a algunas buenas personas les trata tan mal la vida. Pobre Alfredo. Su existencia me entristece. Me duele. 
Cuando uno se hace mayor la alegría dura poco. Huelo a cebolla. Es curioso; a veces me parece oler según qué cosa, y no estoy seguro de si ese olor pertenece al presente o al pasado. 

Y yo me doy cuenta de que me voy de una cosa a la otra.

Palmira y su sopa. Ahí estaba. Ella me sirvió aquella sopa, la probé y si no le pregunté de dónde había sacado aquellos meados de gato fue porque, aún usando un tono jocoso, se hubiese puesto a llorar. La pobre había creído que el color amarillo del caldo debía ser aceite y que mi madre había olvidado mencionar aquel ingrediente. Tomé dos cucharadas y me limité a preguntarle cómo la había hecho.
Cuando nos casamos Palmira continuó trabajando en la tienda de confección, hasta poco antes de nacer Miquel, y yo continué en el banco. Ella cocinaba muy bien, pero siempre se empeñaba en que fuese yo quien hiciese la sopa. Y la hacía. Pero no era lo mismo. Lo intenté de todas las formas posibles; añadiendo especias, pesando y variando la cantidad de hortalizas, limpiando los trozos de pollo... Llegué a utilizar incluso diferentes marcas de agua de garrafa. Todo fue inútil. Palmira siempre me decía que me salía sabrosa. Era sincera, pero yo sabía que algo fallaba. Faltaba un punto entre acre y dulce que yo ignoraba cómo conseguir.

- Estas sardinas están más frías que mis pies. Y no hay pan. ¡Cuánta escama!

Frente a mí hay una anciana a la que hace pocos días trajo su hijo.  Aún no he hablado con ella. Parece una persona agradable.

- ¿Vd. se acuerda de cómo sabía antes la sopa?
- Sí.

Sonríe. Lo recuerda. Lo dice su mirada.  En la residencia yo debo pasar por ser el tío de la sopa, pero no me importa. Hablo de la sopa como podría estar hablando de otro asunto. En realidad hablo de la vida. La vida... bueno, del pasado.
- ¿No le gustan las sardinas?
- Sí, sí señora. Pero es que me distraigo y no me acuerdo de la comida que me espera en el plato.
- No piense tanto, hombre. ¿Para qué?
Esta arpía me ha desarmado. Me ha dejado helado. "¿Para qué?".   Parecía agradable y...
- ¿Vd. no piensa? Me refiero a que si no le invaden los recuerdos y...
- Yo no. No tiene sentido recordar. De todas formas, hay muchas cosas que he olvidado.
- Pero no ha olvidado el sabor de la sopa.
- De eso no me he olvidado -ríe con franqueza- ¿Sabe por qué me acuerdo del sabor de la sopa?
- ¿Porque la hacía su madre?
- No. Me acuerdo por lo que las personas nos acordamos de las cosas; porque tienen relación con algo querido. Me acuerdo porque de niña probé una sopa junto a mi enamorado.
- Es... es muy curioso... -me estremecí-. Yo me llamo Joan. ¿Y Vd?
- Meritxell.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada