22/3/16

El nicho (Ene.2000)



Muchas veces no somos conscientes de los sucesos que pasan de largo y que no nos alcanzan de puro milagro. Sucesos que podrían habernos cambiado la vida. Hay mentiras que tal vez no se hubiesen descubierto en mil años de no ser por una casualidad  remota. Y sucede, como en mi caso, que un hecho casual y aparentemente insignificante te gira la vida de arriba abajo en cuestión de horas. Y después de ese funesto acontecimiento, ya nada es igual. Todo carece de sentido y de significado. Y tienes que sobrevivir durante un tiempo, peleándote a diario con los fantasmas del pasado y con las lágrimas que sientes brotar del pecho.

Llevo un año luchando. Aún sobrevivo. Y esta es mi historia.
De aquel desgraciado episodio se cumple hoy un año. No ha pasado mucho tiempo, pero parece mentira cómo se olvidan a veces las cosas que uno trata de sepultar constantemente en la memoria. 

Llegué a casa, como cada día,  hacia las siete de la tarde. Maribel estaba en ese momento poniendo una lavadora y Rubén, mi hijo de cinco años, de forma excepcional se encontraba aplicado, sentado en su sillita azul y dibujando con trazos gruesos sobre una cuartilla blanca.  Le di un beso en un moflete y con desgana dijo algo así como "Hola papa". No levantó la vista de su obra. Me detuve un rato a examinar su pintura. No cabía duda de que había intentado dibujarnos a los tres. Había empleado todos los rotuladores de la caja para colorear la bata de mamá. Maribel no tenía ninguna bata tan abigarrada, así que le pregunté al niño y él se limitó a encogerse de hombros. Me sonreí porque pensé que tal vez quería manifestar su disgusto ante las frías tonalidades de las prendas que Maribel solía llevar. Rubén no se dibujó muy favorecido. Con la cara completamente redonda y ojos de desigual  tamaño. Para él sí había respetado los colores del  atuendo. Pintó, lo mejor que supo, el chandal azul de cuello blanco que llevaba en ese momento. A mí me dibujó con el cabello completamente negro -que ya me gustaría- y una formidable sonrisa.

Colgué el abrigo en la percha del recibidor y Maribel salió a darme un beso. No recuerdo de qué hablamos, si es que lo hicimos. Lo que sí recuerdo es que Maribel estaba triste y que, tiempo después pensé que tal vez aquella tarde había estado llorando.

Cuando regresé al comedor después de cambiarme de ropa, quise sentarme en el sofá para continuar contemplando a mi hijo, pero Rubén ya había cambiado el papel por un coche patrulla que hacía un ruido de mil demonios.

Después de cenar nos tumbamos en el sofá a ver un rato la tele. Sonó entonces el teléfono y Maribel saltó rauda para descolgar antes de que un segundo timbrazo despertara a Rubén.

Habló en voz baja y en seguida me hizo una seña para que me pusiera al aparato. Me dijo que era Gutiérrez, de la oficina. Me desconcertó aquella llamada porque, aunque tenía buena relación con  Gutiérrez, nunca había llamado antes a casa. Intuí que algo no iba bien. El mensaje fue conciso. "Disculpa que haya llamado tan tarde, pero es que ha muerto la madre de Quirós. La misa será el domingo a las nueve en  Sancho de Ávila. Capilla quince. Nos vemos allí".

Eladio Quirós era el director de la compañía.  Se lo conté a Maribel y me preguntó lo que se pregunta siempre; si la difunta era muy mayor.  Lo ignoraba porque no la conocía, pero intuía que sí, porque Eladio Quirós, que era hombre robusto y elegante, contaba ya los sesenta años.


Enero. Un mes duro pensé, y en ese momento caí en la cuenta de que el ex-marido de Raquel, una amiga de Maribel, había muerto en la carretera también un mes Enero. Lo comenté con mi mujer. Cuatro años debe hacer, dije  y ella respondió; cinco.  Maribel se llevó a los labios su taza de leche caliente y continuamos  viendo el telenoticias.

El día siguiente fue sábado. Ahora no recuerdo qué diantre hice yo  ese día. Lo más probable es que por la mañana fuera a ver a Rubén jugar a basket y por la tarde acostumbrábamos a ir al supermercado los tres. Da igual. El caso es que el domingo me levanté temprano y después de desayunar cogí el coche y me fui al tanatorio.  Era un proceloso y helado día en el que  apenas  se veía gente por la calle. Al entrar en el edificio me sorprendió el vómito de una  atmósfera caliente de un sistema de calefacción mal regulado.

Miré el granate panel de capillas. La quince se encontraba en la planta inferior. Bajé las escaleras. En el pasillo había una docena de deudos desconocidos. En seguida distinguí a Quirós y a su hermana, frente a la cámara  mortuoria. Sin pensarlo dos veces me dirigí hacia ellos para darles el pésame. No he sabido nunca encontrar una frase original con la que sustituir las frases que emplea todo el mundo y que, por tópicas, pasan por vacías.  La hermana Quirós estaba más afectada. El director me estrechó la mano y me agradeció la asistencia. Inmediatamente llegó una familia compuesta por cinco miembros que abrazaron a los Quirós. Tuvo que ser el director quien conservara la calma y consolara a aquella gente enlutada.

Me hice a un lado y en ese momento llegó Sergio, el diseñador de la empresa, con su mujer. Al instante llegó Gutiérrez y el resto de la plantilla de Graummer S.A., por lo que deduje que mis compañeros se habían reunido en la entrada.

Como suele ocurrir en los sepelios de desconocidos,  uno siempre busca la compañía de algún amigo con el que intercambiar un puñado de frases banales. Los compañeros de la oficina nos arracimamos en la cola del grupo, de igual manera que lo hubiese hecho, ante un imán, un montón de limaduras de hierro.

La misa  fue breve y el calor muy intenso. Nuevamente en el pasillo algunos familiares empezaron a despedirse de los Quirós. Esperé a que hubiese marchado más gente para hacer lo propio, pero Gutiérrez me sorprendió de nuevo. "Vamos  al entierro" me informó. No le pregunté quiénes porque vi que prácticamente toda la plantilla estaba acordando cómo distribuirse en los coches y cómo llegar al cementerio. No comprendía la necesidad de ir a la segunda parte del sepelio, pero pensé que era temprano y que aquello no iba a demorarse demasiado.


Al llegar al cementerio quise desentenderme del resto de compañeros. Acepté con gusto caminar solo, aunque otras personas llevasen el mismo camino que yo. Agradecí mucho más aquel aire frío y racheado que el bochorno infernal del tanatorio. Soplaba viento y la arritmia del balanceo de los cipreses me causó tristeza. Entretuve mi paseo escuchando sonidos metálicos de escaleras y del crepitar de la hojarasca.
Los hermanos Quirós, que abrían la comitiva, fueron a detenerse frente a un nicho vacío de la tercera planta. Al poco rato  llegaron los empleados con el féretro. Procedieron. Me entretuve observando al medio centenar de personas  que nos habíamos reunido allí. Imperaban los atuendos oscuros, aunque sólo tres personas vestían de negro riguroso. Se escucharon murmullos y me percaté de que algunas personas rezaban.  Pese al frío los de pompas fúnebres demostraron tener  poca prisa. Nadie hizo ademán de marcharse. Observé nuevamente aquel invariable cielo gris y pensé que no iba a tardar en llover. Dejé vagar mi mirada contemplando otros nichos. Leí los nombres. Noté cierta aprensión cuando coincidía el de un difunto con el de algún conocido mío.

En el nicho 1301 descansaba un tal  Pesudo. Fui al cole con un chaval llamado Pesudo, pero no podía tratarse de él porque la fotografía era la de otra persona. En el 1334 había un Hernández. También conocía uno, pero... Hernández hay tantos... Observé que en más de la mitad de los nichos había una o varias fotos.

En el 1379 no había foto, pero sí un dibujo infantil. Boyardo. Antes de distinguir de qué se trataba, aquella imagen me causó espanto. Tanto o más me aterrorizaban las fotos de niños detrás del cristal de un nicho. Y me parecían siniestras aquellas sonrisas tan llenas de muerte que con seguridad tuvieron su gracia, su belleza, antaño en el vivo rostro de un crío lleno de vida. 

El descubrimiento del dibujo del 1379 me habría de impresionar.  Me aparté del grupo y me situé frente a  él. Boyardo. Sentí caer en la cara una, dos, tres gotas del cielo mientras contemplaba en aquel papel un niño vestido de azul, una mamá de bata multicolor y un papá de generosa sonrisa. Y ni por un momento me planteé que aquel dibujo fuera una copia del de mi hijo. El dibujo del nicho 1379 era el dibujo de Rubén. Boyardo.

Sentí un escalofrío y de alguna manera sentí que empezaba a morirme un poco entonces. Boyardo. El primer impacto me provocó perplejidad, pero recuerdo que en ese instante sentí más honda la pena que el asombro. Boyardo
¿Por qué tienes el dibujo de mi niño?

Durante un momento navegué con una barca podrida, cuajada de agujeros, remando hacia algún sitio. No se sabe a dónde. Sentí una mano que me cogía del brazo y una voz que preguntó si me encontraba bien.

Luego me enteré que fue el mismo Eladio Quirós quien, alarmado por mi repentina palidez, acudió a mí, creyendo que me iba a desplomar.

Antes de salir corriendo se me había grabado a fuego el nombre del difunto 1379 en la memoria; Boyardo. Sin un nombre. Sin el clásico "familia". Llegué resollando a la verja del cementerio y me di cuenta de que la lluvia me había empapado. Cogí el coche y me fui a casa. Y como la tristeza me pesaba como pesan los días sin sonrisas, me sorprendí a mí mismo llorando, empuñando el volante y perdiéndome en el camino a casa.

Entré por la puerta temblando. Maribel me miró asombrada y mi hijo me contempló como si no fuera su padre. Chorreando, tiritando y el palor de mi rostro parecido al de la luna. En seguida mi mujer me quitó la ropa, preguntó por el paragüas, por el entierro, por un montón de cosas que no recuerdo.

Le pregunté quién era Boyardo. Yo seguí temblando y al escuchar aquel apellido sin significado para mí, también ella empezó a temblar. De repente sus grandes ojos se enturbiaron y se sentó.

- Lo debes saber. Era el ex-marido de mi amiga Raquel.
- El que murió hace cuatro años...
- Cinco.
- Maribel -prolongué una pausa por el terror que tenía de formular la siguiente pregunta- ¿Por qué en su nicho hay un dibujo de Rubén?

Y de aquella pregunta obtuve una respuesta que no quería escuchar. Pese a la sorpresa, Maribel logró explicarme con bastante fluidez que ella  y Marcos Boyardo habían mantenido una relación amorosa y secreta durante más de dos años.  Boyardo se había separado de Raquel hacía pocos meses y llegó el momento en que Maribel se planteó la necesidad de romper con nuestro matrimonio. Aquella decisión, por su trascendencia, se demoró varios meses hasta que  cometieron un error; Maribel quedó embarazada. El día en que ella tuvo certeza del embarazo acordaron que ya no cabían más aplazamientos y que era necesario pedir la separación. Sin embargo Maribel no fue capaz  aquella noche de decirme nada y Boyardo no lo supo jamás,  porque esa misma noche, su Audi a 140 Km/h fue a encontarse de frente con un camión cisterna.

Maribel tardó una semana en enterarse.  Y yo nunca fui consciente del dolor que ella sentía en esos momentos, porque entonces, con mi trabajo de asesor de empresas, viajaba mucho y apenas paraba en casa.

En sus muchas horas de soledad decidió ocultar sus sentimientos y evitó que yo pudiera tener la más mínima sospecha.

El sábado, el día antes  del entierro de la madre de los Quirós, Maribel fue al cementerio,  puso flores naturales en los dos jarrones de Boyardo, limpió el mármol de la lápida y puso el dibujo de su hijo, Rubén, tras el cristal.

Y de no ser por una casualidad, probalemente aún estaríamos juntos. Yo seguiría jugando con Rubén y continuaría hablando o callando las mismas palabras, los mismos silencios con mi mujer.

Me atormenta pensar que si el nicho de la madre de los Quirós hubiese estado cinco metros a la izquierda, mi vida seguiría siendo la de siempre.

Vivo solo. Veo a Rubén siempre que quiero. Involuntariamente perdí mucho a cambio de la verdad. Y prefiero que sea así.

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